Helen Graham – La memoria del asesinato. Masacres y formación del franquismo

La violencia se puede originar por un conjunto de causas «racionalmente» identificables, pero una vez desencadenada, sus efectos son impredecibles y omnipresentes. Lo saturan todo.[1]

            LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA DE 1936-1939 comenzó con un golpe de estado militar. Había una larga historia de intervención militar en la vida política de España, pero el golpe del 17-18 de julio de 1936 constituyó algo nuevo. Como una piedra filosofal negativa, transformó el significado de la intervención militar tanto como alteró radicalmente, sin duda, la naturaleza de todas las formas de actividad política que se habían desarrollado —en las calles y en el parlamento— desde la proclamación de la Segunda República en abril de 1931. De hecho, los españoles estaban discutiendo sobre el futuro modelo de su propia sociedad y política, en parte zarandeados por corrientes que les llegaban de otros lugares de Europa: la revolución rusa y, más en general, la democracia política de masas puesta en marcha por los efectos de la Gran Guerra. Pero el conflicto era ya interno, provocado por décadas de cambio social, económico y cultural que cristalizó a lo largo de los años veinte en las ciudades de España, pero que también alcanzó a numerosos pueblos de provincias bajo el impacto de un auge económico europeo y mundial. Las clases medias urbanas de los años veinte, oyentes de la radio y que se sumaban a asociaciones republicanas, unidas a una masa de trabajadores que emigraron del campo a la ciudad —incluso los que construyeron el metro de la capital— ya habían introducido un desafío más importante a las más viejas formas de orden social y político que el que se podía encontrar en cualquier otro lugar del sur de Europa. La República, con su clara vocación de hablar en nombre de la ciudad, fue en sí misma el producto de este desarrollo tanto como su generador. Y es esta diferencia española la que explica la importancia de la resistencia popular al golpe militar de julio de 1936, al igual que la clara geografía política de sus éxitos y fracasos iniciales. Es más, la extensión de este fracaso en la España urbana y populosa podía haber sido determinante para hacer fracasar el golpe si la Italia fascista y la Alemania nazi no hubieran ofrecido un apoyo militar crucial a los rebeldes desde el mismo inicio de la guerra, permitiéndoles intensificar el ataque.

            La clave para el duradero apoyo popular a la República descansa no solo en sus reformas más tangibles —en temas agrarios, laborales y de bienestar social—, aunque estas fueran cruciales para la redistribución del poder económico y social. Sin embargo, esta clave se encuentra también en un cambio cualitativo, en el cambio de «atmósfera social» que produjo, en especial a través de algunas de las medidas secularizadoras que introdujo, más en concreto las que supusieron la secularización de las calles y de otros espacios públicos;[2] que incluyeron la prestación de ceremoniales alternativos —matrimonio y entierro civil— y, sobre todo, de la educación y, en particular, la coeducación. Estos cambios fueron desarrollados por las autoridades republicanas pero no impuestos en el vacío, es decir, encontraron una audiencia preparada tanto para estas transformaciones como para aceptar y defender el apoyo por parte de la República a un relativo eclecticismo/cosmopolitismo urbano y sus libertades consiguientes, incluyendo las relacionadas con cuestiones de género y sexualidad. Aunque la Segunda República no era la República de Weimar, su proyecto era mucho menos minoritario en términos de la audiencia de la que podía disponer que otros proyectos progresistas y/o republicanos de otros lugares del sur de Europa. De crucial importancia era que en España el cambio cultural que se estaba produciendo no era solo un fenómeno de las ciudades ya que la República estaba modificando el equilibrio de poderes más allá de ellas, en la España rural y profunda. Entre el campesinado pequeño propietario conservador del interior del norte de España y muchos habitantes de los pueblos de provincia en especial, aunque no exclusivamente, en la mitad norte de la España interior, había una hostilidad arraigada hacia los valores culturales de la República. Pero en otras partes, de la costa este y sureste firmemente federalista y en la mitad sur de España, donde predominaban las masas de campesinos sin tierra, el mensaje de cambio de la República suscitó una gran acogida, sobre todo, su lenguaje de derechos políticos. La República era el primer régimen en España que asumía que la gente corriente tenía derechos de algún tipo. Y este lenguaje de derechos que la República expresaba —y, más importante, que dejaba que se expresase— permitía pensar de forma diferente a la gente de pequeños pueblos y aldeas de España que se atrevía. Esto, quizá más que cualquier otra cosa, fue lo que provocó una gran ira en la España aristocrática. Fue contra esta amenaza que percibían a las viejas formas de ser y pensar contra la que se «levantaron» en apoyo del golpe del 17-18 de julio de 1936, un conservadurismo aristocrático movido por el miedo pero también otro conservadurismo de cruzada y populista.[3]

            Es importante tener todo esto en cuenta porque es la relativa profundidad y complejidad del cambio social y cultural que había penetrado más allá de las ciudades españolas en los pueblos de provincia e incluso en las aldeas, la serie de elementos culturales modernos ya presentes en 1936, lo que explica la violencia de la reacción franquista. Por supuesto, el conflicto armado de 1936-1939 subiría enormemente la apuesta, en términos de crear nuevos significados para justificar la violencia extrema dirigida por el Estado, algo que se analizará más adelante en este capítulo. Pero primero es importante dejar clara la relativa complejidad de las solidaridades culturales y sociales alternativas de España, su garantía de «modernidad», ya en 1936, como una de las causas que explica la fuerza de la oleada franquista y que, más tarde, desempeñó en parte un papel en la creación del universo carcelario, porque había muchas cosas que debían ser derribadas y destruidas definitivamente. Incluso aunque en España la sociedad civil nunca tuvo el mismo nivel ni la misma importancia que adquirió en Alemania, lo que la hace más cercana al ejemplo alemán es la extensión del desarrollo intermedio, aunque desigual, en las ciudades más pequeñas y en los pueblos más grandes, el hecho de que hubiera gran parte de ellas que no eran simplemente «retraso rural» o «cerrazón mental provincial». Así, se puede entender mejor lo que sucedió después de julio de 1936 si consideramos la Alemania de 1933 un elemento de comparación más adecuado que la Italia de 1922, como tienden a hacer todavía muchos no hispanistas, y quizá algunos hispanistas también.

            Siempre se pensó que el golpe militar sería violento. Ya en abril de 1936 los militares rebeldes dieron órdenes secretas que indicaban que se debía usar la máxima fuerza, es decir, la violencia, para poner fin a la discusión sobre las reformas constitucionales.[4] Pero el golpe también movió algo más en la sociedad en su conjunto, algo bastante literalmente «espantoso». En el periodo inmediatamente posterior, antes de que ningún factor internacional pudiera llegar a actuar, se produjeron formas extremas de violencia intestina prácticamente por toda España. La fuerza con la que los elementos opuestos se enfrentaron debe más que un poco a la influencia cultural de la versión del catolicismo muy autoritario y maniqueo que predominaba todavía en España y que afectó incluso a muchos de aquellos que habían rechazado conscientemente las creencias religiosas y la autoridad de la Iglesia. Pero el detonador de los sucesos fue un golpe de estado y era dentro del cuerpo de oficiales español donde había surgido una cultura política rígida e intolerante en las primeras décadas del siglo XX.

            La pérdida final del imperio en 1898 había privado al considerable cuerpo de oficiales de España, heredado de las continuas guerras del siglo XIX, de su raison d’être externa principal. Al hacerlo, la derrota militar había convertido a los militares en un poderoso grupo de presión político interno determinado a encontrar un nuevo papel mientras se protegía contra toda pérdida de ingresos o prestigio en el ínterin. Para restar fuerza a la derrota, se desarrolló entre el cuerpo de oficiales un mito poderoso: la idea de que los políticos civiles tenían la culpa de la pérdida del imperio y, por tanto, tenían poco derecho moral a gobernar el país. Esta creencia estaba ya profundamente arraigada cuando Francisco Franco entró en la academia militar en 1907, a los 15 años de edad. Una generación de cadetes se empezó a ver a sí misma como la defensora de la unidad y jerarquía de España y de su homogeneidad política y cultural, que veían consustancial a la grandeza histórica del país. Incluso muchos de los miembros de esta elite militar dieron un paso más allá, interpretando su defensa de la idea de «España» como un nuevo deber imperial. Lo que fue letal de esta nueva interpretación de la defensa imperial es que llegó a ser dirigida contra aquellos otros españoles que simbolizaban los cambios económicos y sociales que estaban ocurriendo en pueblos y ciudades. Y, de hecho, fue entre los oficiales que habían hecho sus carreras en el ejército colonial de África, incluyendo el mismo Franco, entre los que surgirían las visiones reduccionistas más funestas sobre qué estaba «mal» en la sociedad y en la política de la España metropolitana. Como resultado, muchos de los africanistas empezaron a definir a las clases subalternas españolas como sujetos coloniales que necesitaban la misma clase de subyugación violenta que las campañas africanistas habían ya infligido a los habitantes nativos del Marruecos español.[5]

            Es cierto que el cuerpo de oficiales —tanto el colonial como el peninsular— tenía también otros intereses materiales que les hicieron entrar en conflicto con la Republica. Porque las reformas sociales y agrarias costaban dinero y el gobierno estaba buscando subvencionarlas reduciendo los altos cargos militares y, así, la enorme factura de los salarios pero también las previsiones de ascenso en el ejército de toda una generación de jóvenes oficiales. La simple posibilidad había hecho ya que el gobierno se ganara la enemistad de la mayoría conservadora y ultranacionalista del cuerpo del ejército, que la vieron como un ataque intolerable contra la institución que mejor encarnaba los valores y virtudes patrióticos. Para los oficiales con menor antigüedad existía el peligro inminente de que se arruinaran sus carreras personales. En cuanto al cuerpo militar colonial, los africanistas, los recortes presupuestarios propuestos coincidían con el hecho de que ellos eran el objetivo de una investigación del gobierno sobre las «responsabilidades» por las derrotas militares que se habían producido en Marruecos en los años veinte.[6] Estratégicamente inoportuna, esta investigación equivalió a poner dinamita bajo la República y prender la «mecha» de una narrativa ideológica preexistente y poderosa que determinó en gran medida cómo interpretarían los oficiales la política republicana hacia ellos.

            Legionarios españoles muestran cabezas cortadas de prisioneros marroquíes

            Legionarios españoles exhiben como trofeos cabezas de prisioneros marroquíes en una fotografía anónima tomada en los primeros años veinte y que aparece en J. Roger-Mathieu (ed.), Mémoires d’Abd-el-Krim (París), s.e., 1927. La foto fue utilizada posteriormente por las autoridades franquistas para representar las atrocidades de los «rojos». (Foto reproducida por cortesía de la Biblioteca Nacional.)

            Aunque un gran número de estos oficiales del ejército eran los hijos de las elites agrarias españolas o, en todo caso, procedían mayoritariamente de los viejos grupos dominantes del centro y sur de España (los vascos y catalanes de las regiones más industrializadas del país habían estado históricamente poco representados en el cuerpo de oficiales), lo que estaba emergiendo en los años treinta para hacer frente a la república reformista y a su base social era bastante más que una coalición cívico-militar de conservadores de clases altas: de hecho, el cuerpo de oficiales español podía ser en sí mismo un camino efectivo para ciertas formas de movilidad social ascendente y Franco era un ejemplo de ello. Sin embargo y más importante, lo que estaba surgiendo desde 1931 era una nueva forma de conservadurismo popular y de masas movilizado en torno a la controvertida cuestión del catolicismo, es decir, de los sectores opuestos a la reforma secularizadora. La República, como primera democracia de España, había creado ella misma el marco de oportunidades políticas para dicha movilización, aunque fue la infraestructura preexistente de asociaciones católicas seglares de la Iglesia la que hizo posible las conexiones organizativas decisivas que permitieron el surgimiento de esta nueva política. Así, paradójicamente, fue la Iglesia Católica española, cuya jerarquía era tan profundamente hostil a la noción de democracia liberal y pluralismo cultural, la que dio su mayor ventaja a la derecha católica que recién buscaba movilizar a las masas frente a la izquierda progresista en la nueva esfera de la política democrática: le dio los medios infraestructurales necesarios para crear un movimiento nacional de oposición al cambio constitucional y cultural. Este daría lugar con el tiempo a la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), una coalición de organizaciones católicas de centro-derecha que se presentaría y ganaría las elecciones de noviembre de 1933 en un intento de detener la reforma social y cultural tanto como la redistribución de poder económico.

            Aunque la Iglesia Católica orquestó esta movilización en los años treinta, no la inventó. Porque, sociológicamente, fue mayoritariamente un movimiento de gente corriente y seglar que, bastante antes de la propia guerra civil, se empezó a ver a sí misma envuelta en una «cruzada» para defender un modo de vida en peligro, y las amenazas a dicho modo de vida se personalizaron en algunos aspectos del cambio social que se aceleró durante la República.[7] La coeducación fue un punto especialmente conflictivo, pero igual de incendiarios se consideraron también la posibilidad de matrimonio y entierro civil y la extensión de un relativo eclecticismo urbano y de las libertades relacionadas con este. Así, precisamente estos aspectos que para algunos grupos significaban las grandes oportunidades oxigenantes de los nuevos tiempos políticos, fueron interiorizados por los socialmente conservadores como amenazantes y en formas profundamente personales. Lo que ofendió más a los católicos practicantes fue la intromisión de las autoridades municipales progresistas de 1931-1933 en las formas de devoción local que enmarcaban las identidades sociales y la vida cotidiana: por ejemplo, su interferencia en ceremonias organizadas en torno a santos locales o al culto a la Virgen María y las restricciones que se establecieron, más en general, a las procesiones religiosas, que incluyeron, en algunos lugares, restricciones también a los funerales privados, donde las autoridades interpretaban las procesiones funerarias como manifestaciones públicas de catolicismo.[8] Esta interferencia en un mundo de devoción privada y piedad comunitaria hizo aparecer emociones profundas al percibirse como un ataque a las lealtades centrales de la gente a un modo de vida y, a menudo, a un lugar específico (la localidad próxima o «patria chica»), lo que indica que muchos consideraban su fe religiosa y su espiritualidad intrínsecamente unidas a un ambiente social apreciado.

            Videntes de Ezkioga, en el País Vasco

            Videntes adultos de Ezkioga, un pueblo del País Vasco que se hizo famoso como sitio de apariciones marianas que empezaron en junio de 1931, unos dos meses después de la llegada de la Segunda República con sus claras intenciones de secularizar la esfera pública. (Esta fotografía fue tomada en los primeros meses de 1932 por el fotógrafo profesional Joaquín Sicart. Se reproduce por cortesía de William A. Christian Jr.)

            Todo esto avivó la tormenta y alimentó la causa política de la derecha ultramontana.[9] Lo mismo hizo la erosión de las jerarquías tradicionales y de las deferencias sociales que algunas veces fueron interiorizadas como afrentas personales por aquellos socialmente conservadores de pequeños pueblos y del mundo rural que, incluso aunque ellos mismos fueran de extracción social modesta, mantenían una participación psicológica en el orden que garantizaban. El anuncio de que, además, se eliminaría progresivamente el salario financiado públicamente del clero secular de las parroquias también ofendió tanto al clero como a los seglares que, de lo contrario, no hubieran estado tan predispuestos en contra de la República, aunque esta era una cuestión política más difícil ya que muchos curas, al igual que obispos y arzobispos, habían llevado a cabo desde el principio una guerra ideológica contra la República desde el púlpito y, a diferencia de las ordenanzas municipales que molestaban a los piadosos, recuperar los subsidios a la Iglesia era central para que la República pudiera liberar fondos para otras reformas, especialmente para las de la educación primaria pública. Para muchos, estas oportunidades educativas, que no habían estado nunca antes a su alcance, representaban, probablemente más que cualquier otra cosa, el estatus de la República como redentor secular.[10]

            No siempre estas lecturas culturales divergentes de los españoles se confinaban a espacios geográficos separados. Mientras que hasta cierto punto el sur estaba relativamente más segregado espacialmente, en el centro y en el norte los conservadores y los progresistas/librepensadores habitaban a menudo el mismo espacio, incluso en algunos casos hasta las mismas casas familiares.[11] En las impactantes, aunque quizá demasiado optimistas, palabras de un historiador que ha escrito sobre la fuerza social de las apariciones religiosas en la España de los años treinta, había «una especie de diálogo entre las divinidades y la izquierda anticlerical», no solo la de las ciudades y de los latifundios del sur, sino también «anarquistas y socialistas de las ciudades costeras vascas, trabajadores socialistas del campo en Navarra, ferroviarios republicanos y maestros de escuela en zonas rurales».[12] Sin embargo, los trabajadores del ferrocarril y maestros de escuela de ciudades pequeñas y piadosas como Valladolid y Salamanca figurarían en masa entre las primeras víctimas de los asesinatos extrajudiciales desencadenados por el golpe.[13] A la inversa, la idea de una cruzada contra la modernidad social se encuentra no solo en los pequeños centros comerciales de la Castilla central y del norte o en el lejano norte rural (de forma más clara entre los teocráticos y agresivos carlistas de Navarra), sino también en centros urbanos más grandes y en las grandes ciudades, donde los jóvenes católicos se convirtieron en activistas de la nueva organización de masas de la derecha. Después del golpe, muchos de ellos también pasaron a ser, en el vacío creado por el hundimiento del poder estatal, víctimas de asesinatos extrajudiciales a manos de sectores republicanos que les vieron como instigadores y partidarios de la rebelión militar.

            Por su parte, el conservadurismo de las clases altas, que incluía a gran parte del cuerpo de oficiales español, estaba en los primeros meses de 1936 cada vez más vinculado a la autodenominada derecha fascista, como estaba por entonces ocurriendo también en otros lugares de Europa. José Antonio Primo de Rivera, el líder del partido fascista de España, la Falange, compartía, citando The Decline of the West (El declive de Occidente) de Oswald Spengler, la idea de un pelotón de soldados «salvadores de la civilización». Al final, fue el fracaso de esta coalición de fuerzas conservadoras populares y aristocráticas en bloquear la reforma por medios legales, al perder las elecciones de febrero de 1936, el que determinó el golpe militar de julio. Este fue tramado en los enclaves que le quedaban a España en el norte de África por oficiales impregnados de ideas de reconquista imperial y católica. Pero sus ideas estaban también contagiadas por imperativos de darwinismo social para los que la metrópoli se había convertido en un objeto a purificar y redimir de los valores «extraños» de la cultura urbana y cosmopolita. Cuando el ejército africanista aterrizó a finales de julio en la España peninsular este era el proyecto: la «reconquista» de la metrópoli. E incluso la guerra civil que sobrevino fue llevada a cabo por Franco y muchos de sus compañeros del Ejército de África como si fuera una guerra colonial.[14] El hecho de que un proyecto militar colonial se uniera con el nuevo conservadurismo de masas de la cruzada para crear un «transformador mítico» que estaba a punto de imponerse de forma mortal a toda la población de la España peninsular, es en sí mismo indicativo de algo muy nuevo. El golpe militar de julio de 1936 estuvo lejos de ser «lo mismo de siempre» en un país de la Europa del sur con una población rural desmovilizada, como todavía se presenta a menudo en la narrativa histórica. Significó una nueva forma de proyecto político híbrido que unía las ideas coloniales de la elite africanista con el catolicismo guerrero de masas de importantes partes de la CEDA y, especialmente, de su movimiento juvenil, la JAP, cuyo violento imaginario nacionalista (dirigido a una «reconquista» contra la «Anti-España»), era, en 1936, indistinguible del miedo y odio que impulsaba Falange. Es más, su deseo de una acción violenta y decisiva llevaría a muchos miembros de la JAP a unirse a la Falange a finales de la primavera y en el verano de 1936.[15]

            El golpe, al instrumentalizar los miedos sociales que sustentaban la idea de «cruzada», permitió que tomaran una forma política concreta y que se convirtieran en realidad odios y deseos —imaginarios políticos populares aterrorizados y aterrorizantes— que, de lo contrario, hubieran permanecido indefinidos y fragmentados. En los días y semanas posteriores al golpe de julio, las elites civiles locales de la zona rebelde —ya fueran jefes de la Falange o personas asociadas con el partido católico de masas, la CEDA, terratenientes, hombres de negocios o clérigos monárquicos— hicieron declaraciones públicas, independientes unas de otras y de las autoridades militares, pero que eran extraordinariamente similares. Su mensaje era que España necesitaba ser purgada o purificada. Algunas veces, incluso, hablaban de la necesidad de un sacrificio de sangre.[16] Este tipo de sentimientos desataron una represión salvaje que se produjo desde un comienzo en toda la España rebelde, incluyendo muchas áreas (en el centro-norte y noroeste de España) donde los militares rebeldes tomaron el control desde el principio, donde no hubo resistencia armada, no se puede hablar de resistencia política de nadie, no hubo ningún «frente» ni tropas avanzando o en retirada, en resumen, donde no hubo «guerra» de acuerdo con la definición convencional del término. Sin embargo, lo que había era una guerra cultural que los autores llevaban en sus cabezas. El golpe había sancionado su desencadenamiento y abierto así el camino a las matanzas.

            Mujeres jóvenes con la cabeza rapada. Montilla (Córdoba)

            Mujeres jóvenes con la cabeza rapada fotografiadas a principios de agosto de 1936 en Montilla (Córdoba). Véase Bedmar González, Arcángel, Los puños y las pistolas. La represión en Montilla (1936-1944), p. 62. A todas se les había dejado un mechón de cabellos o cresta «decorativa» que servía para intensificar la humillación que era la base de esta forma de castigo específico de género, infligido con frecuencia en la zona rebelde desde los días del golpe militar en adelante. Las expresiones faciales y el lenguaje corporal de estas mujeres (incluyendo las formas variadas en que hacen el saludo fascista) indican los diferentes modos en que la humillación les afectaba. (Fotografía: colección del fallecido Ignacio Gallego, reproducida por cortesía de Francisco Moreno Gómez.)

            Personas de todas las edades y condiciones cayeron víctimas de esta «limpieza». Solo tenían en común que eran considerados representantes de los cambios llevados a cabo por la República. Los rebeldes militares y sus partidarios civiles estaban, así, redefiniendo «al enemigo», identificándolo con sectores sociales completos que eran considerados «fuera de control» porque iban más allá de las formas tradicionales de disciplina y «orden». Esto no incluía solamente a aquellos que eran activos políticamente —tales como diputados representantes del centro-izquierda, alcaldes y sindicalistas o quienes se habían beneficiado de las reformas económicas de la República (por ejemplo, campesinos sin tierra o arrendatarios que habían logrado nuevos derechos de inquilinato con la República)—, aunque estas personas fueron asesinadas por miles. Significó también la «limpieza» de la gente que simbolizaba el cambio cultural y que, por tanto, suponía una amenaza para las viejas maneras de ser y pensar: maestros progresistas, intelectuales, trabajadores sindicados o autodidactas y «mujeres nuevas».

            La violencia rebelde se dirigió hacia los diferentes social, cultural y sexualmente. Supuso el asesinato en Zamora de Amparo Barayón, la esposa del novelista republicano Ramón Sender, cuyo espíritu independiente fue considerado un «pecado» contra las normas de género tradicionales. Su historia, y la de la familia Barayón, la narraremos en el capítulo 3. Esta violencia purificadora o limpieza se cobró su más famosa víctima en el poeta Federico García Lorca, asesinado en Granada tanto por sus creencias políticas como por su sexualidad. Pero muchos miles de españoles menos conocidos fueron asesinados por razones similares, como Pilar Espinosa, de Candeleda (Ávila), secuestrada por una escuadra de la muerte falangista porque leía el periódico del Partido Socialista y era conocida por tener ideas, considerando que pensar por uno mismo era doblemente censurable en una mujer.[17]

            Quienes hicieron gran parte de las matanzas en la España rebelde durante los primeros meses de la guerra eran «justicieros». Lo que sucedió fue una masacre de civiles realizada por otros civiles, que, en su mayor parte, tomó la forma de escuadras de la muerte que secuestraban a la gente de sus casas o, si no, los sacaban de las cárceles. En la mayoría de los casos los asesinos tenían vínculos estrechos con organizaciones políticas de la derecha que habían apoyado el golpe, en particular, con la Falange, pero también con la CEDA. Pero las autoridades militares no hicieron ningún intento de frenar este terror. De hecho, los asesinos actuaban, por lo general, en connivencia con dichas autoridades. De lo contrario, las escuadras de la muerte que se llevaron a Amparo Barayón y a miles de sus compatriotas no hubieran podido nunca sacar a sus víctimas de las cárceles a su voluntad. En otras palabras, fue una «guerra sucia» que hizo «desaparecer» a unas 30.000 personas durante el conflicto bélico de 1936-1939. Mientras tanto, en el sur profundo de España, el Ejército de África estaba al mismo tiempo implicado directamente en otras formas de asesinato extrajudicial. En su marcha hacia Madrid, en una acción definida explícitamente como una «reconquista», efectuó una limpieza masiva, haciendo estragos entre sectores civiles opuestos al golpe —en particular, los campesinos sin tierra— y anulando así, por la fuerza, la reforma agraria republicana. Los jornaleros rurales fueron asesinados donde se encontraban, diciéndose como «broma» que al final habían logrado su «reforma agraria» en forma de lugar de sepultura.[18] En algunos lugares pueblos enteros fueron prácticamente exterminados. Tanto los mercenarios africanos (los regulares) como los legionarios españoles se desmandaron, asesinando a cualquiera en las calles y algunas veces, yendo también casa por casa para sacar a la gente.

            Civiles asesinados. Talavera del Tajo (Toledo)

            Civiles asesinados en la calle en Talavera del Tajo, en la actualidad Talavera de la Reina, provincia de Toledo. Eran habitantes de la localidad, además de algunos trabajadores agrícolas/segadores gallegos itinerantes, asesinados por tropas del Ejército de África y legionarios españoles el 3 de septiembre de 1936, en las horas posteriores a que el pueblo fuera ocupado por las tropas rebeldes bajo la dirección del teniente coronel Yagüe. La foto fue sacada por Juan José Serrano, uno de los fotógrafos y periodistas que acompañaba al Ejército de África en su marcha ascendente por el sur hacia Madrid. Serrano era su fotógrafo preferido. Un relato de un testigo sobre qué sucedió en las calles de Talavera del Tajo, el de Miguel Navazo Taboada, entonces un chico joven, se cita en Espinosa Maestre, Francisco, La columna de la muerte, pp. 435-437. Como la fotografía de los legionarios españoles exhibiendo cabezas cortadas de prisioneros marroquíes en los años veinte, también la imagen de la masacre africanista en Talavera fue reproducida por los militares rebeldes como prueba de las atrocidades republicanas. Como después informó uno de sus propios responsables de propaganda, Antonio Bahamonde, no era infrecuente que los rebeldes mutilaran tanto los cuerpos de muertos en los campos de batalla como los cuerpos de hombres y mujeres ejecutados y los fotografiaran para usarlos de forma similar, como propaganda amarilla contra la República. Las memorias de Bahamonde y un ejemplo de su práctica se citan en Preston, Paul, The Spanish Holocaust, p. 333. (Fotografía: Fondo Serrano, Hemeroteca Municipal de Sevilla.)

            En cada pueblo ocupado por el Ejército de África hubo ejecuciones públicas y sumarias de hombres y mujeres que habían resistido: decenas, cientos y, algunas veces, miles de personas, dependiendo del tamaño de los lugares.[19] Pero los civiles también participaron en la represión en el sur; por ejemplo, los terratenientes que cabalgaban junto con las columnas africanas para vengarse de aquellos socialmente rebeldes, o todos aquellos lugareños implicados en llevar a cabo una represión más sistemática una vez que el Ejército de África se trasladaba al siguiente pueblo o aldea.[20]

            Tanto las tropas rebeldes como sus partidarios civiles utilizaron también la violación como un arma de guerra.[21] En el sur, a las columnas en marcha de regulares y legionarios sus comandantes les dieron a entender que las mujeres «rojas» eran botín de guerra, parte de sus trofeos por la conquista.[22] Pero hubo muchos otros violadores, tanto militares como civiles de la coalición que apoyaba a los rebeldes, actuando después de los regulares o incluso en zonas del territorio controlado por los rebeldes donde no había ninguna presencia del Ejército de África. En resumen, la violación sistemática de mujeres «enemigas» se llevó a cabo en todos sitios en España después de la toma del poder por los rebeldes, hubiera incluido esta o no acción militar.[23] El odio manifestado en el acto de la violación era el síntoma más extremo de la misoginia de los rebeldes, derivada de su miedo a perder el control.[24] De ahí el deseo de humillar primero, y acabar después, con aquellas mujeres que hubieran demostrado algún tipo de autonomía, pero especialmente las que habían participado activamente en la defensa de la República (las milicianas).[25] Las mujeres «rojas» fueron obsesivamente reducidas a su sexualidad tanto por los narradores rebeldes como por los que cometieron las violaciones u otros actos de violencia, ya fueran militares o civiles, que proyectaron así sus propios miedos hacia aquellos que habían construido como el enemigo republicano.[26] Esto no fue obra solo de los sectores más extremistas, aunque los legionarios, los falangistas y los requetés (la milicia carlista) estuvieron muy involucrados en la violencia sexual. El clima propiciado por el golpe implicó que, por ejemplo, reclutas «corrientes» pudieran sentirse también impunes para abusar de las mujeres de las casas en las que eran alojados en los territorios recién ocupados, sintiéndose seguros por el «conocimiento», reforzado por el poder, de que las mujeres republicanas eran «impuras» y de «dudosa moralidad» y, por tanto, no merecían ningún respeto. En tales casos, y en muchos otros en que estuvieron implicados en este tipo de actos lugareños civiles, demasiado a menudo los curas defendieron el «honor» de sus feligreses hombres, especialmente si tenían un estatus social destacado en el ámbito local, y, por el contrario, denunciaron a sus víctimas femeninas como «rojas» y, por tanto, que no merecían ser creídas.[27]

            La excepción que confirmó la regla se produjo en el juicio celebrado en enero de 1941 en el pequeño pueblo de Calanda (provincia de Teruel, en Aragón), contra varios responsables de la violación y el asesinato de muchos republicanos que habían regresado al pueblo tras la victoria militar franquista. Habían sido el jefe local de Falange y el secretario del ayuntamiento los que habían instigado los asesinatos pero los hechos fueron tan graves que el gobernador civil de Teruel los denunció a la autoridad militar. Como consecuencia, algunos de los autores fueron condenados a ocho años de prisión, aunque ninguno cumplió más de la mitad de su condena.[28] El episodio en su totalidad recuerda mucho las formas en que los regímenes nazi y fascista desplegaron en un primer momento una intensa violencia para, una vez que esta había seguido su curso y cumplido su objetivo, presentarse como domadores de la misma violencia que habían desatado y asegurarse de este modo el apoyo a sus regímenes de la gente de orden, las clases altas y medias. Este mecanismo central fue quizá incluso más importante en las guerras de secesión yugoslavas de los años noventa cuando actores civiles y militares llevaron a cabo acciones de una violencia extrema (incluidas violaciones) que fueron posteriormente «controladas». Pero la memoria subterránea de esta violencia continuó actuando, al igual que en España, donde vincula e implica tanto a militares como a sus partidarios civiles.
            Es esta complicidad producida en la zona rebelde entre las autoridades militares y aquellos «españoles corrientes» que buscaban una violencia «purificadora» la que es de particular importancia. Porque dónde se produjo esta relación y cómo la articularon las autoridades militares es la historia de cómo el franquismo se «construyó»: de abajo a arriba como una sociedad represiva y carcelaria, al igual que de arriba a abajo como régimen político. «La memoria del asesinato» tiene varias implicaciones, pero la primera y más destacada remite a esta complicidad fundamental.[29]

            Esta complicidad fue fortalecida por la oleada de asesinatos que se produjo en el territorio republicano en el periodo posterior al golpe militar antes de que el gobierno pudiera restaurar su control, que había desaparecido con el mismo golpe. A menudo, los objetivos de estos asesinatos fueron aquellos considerados partidarios activos o pasivos del golpe, lo que incluyó a casi 7.000 curas y otros religiosos de sexo masculino.[30] Una oleada sin precedentes de violencia anticlerical, exacerbada por el vehemente y explícito apoyo de la jerarquía eclesiástica al golpe militar, también reforzó la idea de cruzada en los grupos profranquistas. Pero, con independencia de que los blancos de la violencia en el territorio republicano fueran religiosos o de otro tipo, la explosión fue preparada por la ira y el miedo (que vienen a ser lo mismo), ante lo que se vio como el intento de los rebeldes de echar atrás el reloj y volver al orden del viejo régimen por la fuerza, tras haber fracasado por los métodos parlamentarios. Esto queda claro del hecho de que esta fuerza se dirigió en todos sitios contra las fuentes y los portadores del «viejo poder» —ya fueran materiales (destruyendo los registros de propiedad y de tierras)[31] o humanos (el asesinato y la brutalización de curas, guardias civiles, administradores de fincas y comerciantes relacionados con la especulación sobre los precios y otras prácticas explotadoras).[32] Hubo un vínculo claro entre la violencia popular posterior al golpe y los conflictos muy materiales del periodo de preguerra: por ejemplo, sobre el boicot a la legislación laboral y agraria en ciertas localidades o el despido de trabajadores después de las huelgas generales de 1934 y sobre conflictos tras las elecciones de febrero de 1936 que dieron el triunfo al Frente Popular, de nuevo en torno a la aplicación de las reformas laborales y sociales. En los primeros meses del conflicto la violencia desde abajo en el territorio republicano fue también desencadenada por las noticias de los fusilamientos masivos y otras atrocidades cometidas en el territorio rebelde que traían los refugiados aterrorizados, al igual que por la experiencia directa de los ataques aéreos enemigos, que dieron lugar a agresiones a conservadores presos en diversos lugares.[33]

            Las tensiones a que estaba sometida la población de la República era mucho mayor, en particular porque incluía en su zona ciudades y grandes centros urbanos sometidos a asedios y a bombardeos aéreos. En general, esto también significaba gente con menos recursos económicos y sociales, dado que muchos de los grupos más ricos se organizaron para marchar a Francia rápidamente, mientras que otros permanecieron en el extranjero al estar fuera de España por las vacaciones de verano cuando se produjo el golpe.[34] Sin embargo, dejando a un lado tanto la violencia desatada por los bombardeos aéreos como también algunos componentes criminales y sociópatas que se desatan inevitablemente en momentos de quiebra política,[35] la mayoría de la violencia que se produjo en el territorio republicano, exactamente como en la zona rebelde, siguió un curso inteligible y perceptible. Los responsables de esta violencia en la zona republicana tendían a proceder de grupos que tenían una gran memoria de exclusión social y política.[36] (Resuena aquí también un fenómeno del que los historiadores han sido conscientes desde hace mucho tiempo: que muchos de los que entraron en tropel en milicias de sindicatos y partidos para enfrentarse al levantamiento militar y a las guarniciones rebeldes en las ciudades de España eran hombres jóvenes sin afiliación política previa.) La República había representado una esperanza de cambio, pero el ímpetu reformista había reducido su marcha en 1933, frustrado, según lo veían ellos, por obstrucciones legislativas y de otro tipo como consecuencia de la resistencia de las viejas elites y el viejo poder. El golpe fue el colmo, la evidencia de la obstinada fuerza de lo viejo y de su determinación de excluir de su alcance incluso las necesidades más básicas. Es la centralidad simbólica de la Iglesia Católica como institución que avalaba esta exclusión social la que explica la tremenda dimensión anticlerical del terror. Porque España tenía una larga historia de conducta anticlerical e iconoclasta, pero la ola de asesinatos de religiosos que se produjo después de que el golpe de estado hubiera colapsado los mecanismos de orden público, no tenía ningún precedente.

            Aunque la violencia anticlerical fue el factor singular más importante que socavó la credibilidad y la reputación internacional de la República, sus orígenes se retrotraen bastante antes de la Segunda República. La clave de la violencia se encuentra en el papel de la Iglesia como institución y de ciertas formas de catolicismo autoritario como eje del control social durante la Restauración (1875-1931), lo que implicó que cientos de miles de españoles, principal aunque no exclusivamente, de áreas urbanas, experimentaran el monopolio cultural de la Iglesia y, a través de él, a menudo la misma idea de religión, como algo que les oprimía de forma personal y que escarbaba directamente en su centro emocional, como una forma de violencia diaria, una saturación claustrofóbica del espacio que atravesaban para trabajar y vivir.

            Para entenderlo, hay que tener en cuenta en primer lugar el abismo que existía entre el constitucionalismo formal de la monarquía restauracionista —quizá personificado en su libertad de prensa— con la realidad vivida por los pobres, especialmente los de las ciudades, cuyas vidas y libertad de movimiento eran restringidas repetidas veces por toques de queda y estados de excepción declarados frecuentemente en un ámbito u otro por los sucesivos gobiernos de la Restauración.[37] Los derechos de asociación solo existían en teoría y la policía podía perseguir y, de hecho, perseguía a los afiliados a sindicatos en las calles, en sus lugares de trabajo y en sus casas. Los trabajadores urbanos estaban sujetos a un repertorio cada vez mayor de medidas severas y arbitrarias, como la detención sin juicio, la deportación interna, el asesinato extrajudicial (la llamada «ley de fugas», por la que se disparaba a los prisioneros «mientras escapaban») e incluso el arresto por «culpabilidad moral».[38] Aunque eran asuntos fundamentalmente de política y orden público, en la cultura autoritaria de la Restauración la unión de lo político y lo religioso era completa: los religiosos proveían de personal a cárceles y reformatorios y, a la inversa, la presencia de miembros de las fuerzas de seguridad era común en las procesiones religiosas que atravesaban el espacio de las ciudades españolas; y eran los gobernadores civiles, nombrados por el estado, los que aprobaban bandos contra la «blasfemia» que era una parte integral de la cultura urbana, convirtiéndola en un delito por el que se podía arrestar.[39] En tiempos de agitaciones y conflictos callejeros, los prohombres de las asociaciones seglares católicas estaban entre aquellos a los que se pedía ayuda para actuar como informadores de la policía. Y terrible para los pobres urbanos era el papel público central de la Iglesia como legitimadora de la pena de muerte, que sería abolida para los civiles por la Segunda República. En los años anteriores, la visión de los desesperados y los indigentes llevados a pie a través de las calles de las barriadas pobres de las ciudades provocaba, como recuerda un testigo, «un ambiente malsano, una mezcla de tristeza y de pánico».[40] Lo que describía con estas palabras era una forma de abuso psicológico constante en el cual todo el edificio de la cultura pública de la Restauración hacía a la Iglesia profundamente cómplice.[41]

            Fue la dimensión espacial de la hegemonía cultural de la Iglesia lo que empezó a destacar en los años treinta. La reacción ante el simbolismo clerical —y, al final, ante la carne y la sangre clerical— fue, en el fondo, una respuesta a este universo de subyugación social y política, en el que los sometidos no veían una clara diferencia entre el poder ejercido por las autoridades políticas y el de las religiosas. Permanecían otras dimensiones más tradicionales de anticlericalismo popular —eran legión las historias de curas vagos, corruptos e inmorales—, y todas eran reforzadas por las continuas desigualdades económicas y el papel de la Iglesia en la articulación de la oposición política de masas a la reforma republicana: «¿Qué era la Iglesia? Solo una cadena de tiendas que comerciaba con funerales, bautizos, matrimonios, hospitales, educación, préstamo de dinero, bancos y cafés», dijo en julio de 1936 un trabajador de Barcelona.[42] Pero el reto real para un lector del siglo XXI es entender el panorama emocional, el imaginario popular que subyace detrás de la extraordinaria yuxtaposición de «tristeza y pánico». La memoria de una emoción no muy diferente marcaría al artista catalán Joan Miró que recordaba su repugnancia cuando, siendo un recluta en agosto de 1917, su unidad fue utilizada contra la huelga general en Barcelona y se enfrentó con la posibilidad de tener que disparar a trabajadores. Lo recordaría durante toda su vida y este recuerdo influiría implícita y algunas veces, explícitamente, en su trabajo.[43] Sin embargo, para otras vidas más corrientes, no había salida, solo una continua acumulación de presión y brutalización, de violencia «cotidiana», estructural, lo que también sería un «protagonista» principal en las matanzas anticlericales del verano de 1936. Los responsables eran violentos y repugnantes, pero habían sido hechos así por una cultura política dominante muy anterior a la República y a la que el nuevo régimen, en los pocos años de su existencia, apenas había podido arañar la superficie. Las corrientes de pensamiento anticlerical de elite/intelectuales bien pudieron haber exacerbado estos poderosos sentimientos populares de injusticia y exclusión después de 1931, pero no explican cómo se habían generado en un primer momento.

            La mayor «contribución» de la Segunda República a todo esto fue haber dado esperanzas legislativas de cambio del ambiente público de España, de hacer el aire más respirable, solo para que estas esperanzas se vieran hechas añicos otra vez, primero por la doble acción de la movilización católica de masas y la política obstruccionista en el parlamento y, al final, por el mismo golpe. Lo que pasó después, en el vacío de poder gubernamental, fue un intento de cambiar las cosas de tal forma que no pudiera nunca haber un retorno al statu quo anterior y asegurar su irrevocabilidad a través del uso de la violencia. Si esto no se entiende, es imposible explicar por qué los religiosos fueron el objetivo principal, más importante que los otros sectores identificados con los rebeldes, en todas las ciudades, pueblos y aldeas de España en que el levantamiento militar fue derrotado (con la excepción de las partes del País Vasco que permanecieron en poder de la República, donde las relaciones sociales eran cualitativamente bastante diferentes). Esta selección del objetivo indica un propósito específico. Posteriormente, el franquismo lo describiría, de forma reduccionista y temerosa, como una conspiración.[44] Pero la particular resolución mostrada por un gran número de personas de matar a personal religioso indica que el deseo que los impulsaba era erradicar la influencia de la Iglesia. Era el rechazo más brutal y claro que se puede imaginar, al reto «Reinaré en España», lanzado en 1919 por el monarca cuando, en el periodo posterior a las revoluciones políticas y sociales a lo largo de Europa, consagró España al Sagrado Corazón de Jesús.

            Este rechazo quedó inscrito en piedra de forma más espectacular y deliberada cuando, tras el golpe militar, milicianos republicanos de Madrid y de los alrededores colaboraron, durante un periodo de 10 días, en la sistemática destrucción de la gran estatua del Sagrado Corazón que había sido erigida en el Cerro de los Ángeles, justo en las afueras de Madrid, para conmemorar la consagración de 1919. Usaron barrenas, taladros y una gran cantidad de dinamita para destruirlo, pero no antes de que hubiera reiteradas exhibiciones teatrales de la «ejecución» del Sagrado Corazón por parte de pelotones de fusilamiento formados por milicianos.[45]

            Los sucesos concluyeron con el cambio de nombre del lugar por el de «Cerro Rojo». El fuerte componente ritual evidente en esta iconoclastia o en la exhumación de los restos de frailes y monjas y en la humillación y tortura de curas y otros religiosos de género masculino antes de asesinarlos, muestra claramente el poder que los profanadores y autores de otros actos violentos creían que ejercía todavía la religión y la Iglesia.

            Un elemento notable de esta confrontación se relacionaba con el poder de género, ya que la violencia anticlerical y, sin duda alguna, la violencia mortal contra personas fue principalmente una violencia de hombre a hombre en la cual las milicias de clase obrera urbana desafiaban y rechazaban la autoridad institucional de la Iglesia y, al mismo tiempo, reafirmaban su control sobre «sus propias» mujeres (considerando el confesionario tanto un sitio de seducción y/o abuso sexual como una fuente de autoridad política externa).[46] De ahí también la no poco común humillación sexual de los curas como preludio de su asesinato, aunque fue mucho más común la humillación general. De forma contradictoria, los curas también fueron insultados por no ser «verdaderos» hombres, por haber sido mutilados por su vocación —dado que ésta exigía una vida de celibato, al menos formalmente—, y hubo también casos de curas que fueron castrados antes de ser asesinados.

            Sagrado Corazón, Cerro de los Ángeles, Madrid

            Un pelotón de fusilamiento de milicianos republicanos «ejecuta» simbólicamente la estatua del Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles (Madrid) el 7-8 de agosto de 1936. Aunque la destrucción de la estatua, como un acto de iconoclastia, es cierto que ocurrió, siempre ha habido algunas dudas sobre el carácter de esta fotografía en concreto y si en realidad fue un montaje creado por las autoridades rebeldes como propaganda amarilla, es decir, superponiendo las figuras de los milicianos sobre una imagen existente de la estatua dinamitada. Sin duda alguna, la fotografía fue utilizada como propaganda contra la República dentro de la zona rebelde y también fue distribuida en el extranjero con el mismo propósito. Las valoraciones técnicas sugieren que hubiera sido bastante difícil simular tal fotografía de una forma muy creíble. Pero esta valoración se basa en la foto de un periódico como la reproducida aquí porque ningún historiador ha tenido acceso a ninguna versión de la fotografía en sí misma (aunque se dice que una está localizada en el archivo eclesiástico de Getafe, el pueblo adyacente al Cerro de los Ángeles). Todo análisis de la fotografía según apareció en la prensa es forzosamente provisional. Sea cual sea la verdad, no cambia el significado político y social de la violencia anticlerical que se produjo en el territorio republicano durante la guerra, aunque, si se demuestra que la foto es un montaje franquista, cambiaría sustancialmente nuestra lectura del significado histórico de esta fotografía en particular. (Fotografía: EFE, Madrid.)

            Exhumación, Convento Salesiano, Barcelona, julio de 1936

            La exhumación de religiosos (aquí en el Convento Salesiano de Barcelona en julio de 1936) constituyó parte de la ola de iconoclastia y violencia anticlerical desencadenada por el golpe militar de 17-18 de julio. (Fotografía: Ministerio de Cultura, Archivo General de la Administración, Alcalá de Henares, España.)

            Por el contrario, los casos documentados de intimidación sexual o asesinato de religiosas son muy pocos, lo que es probable que refleje que ocurrían raramente más que una simple falta de documentación.[47] En lugar de infligir violencia sobre las monjas, era más probable que los milicianos las «liberaran» en el mundo, exhortando algunas veces a las más jóvenes a que fueran madres. Tal acto de «liberación» reforzaba la sensación que tenían las milicias de su propio poder, al igual que también revela su concepción todavía patriarcal de qué significaba la «libertad» para las mujeres.

            Sin embargo, la política patriarcal, evidente también en la zona republicana, se llevaba a cabo de forma diferente que en la zona rebelde. Los obreros de las milicias republicanas todavía buscaban controlar a las mujeres —como se manifestó en las luchas que se produjeron después del 18 de julio de 1936 sobre el papel de estas en los nuevos espacios públicos revolucionarios y, especialmente, dentro de los sindicatos y en el nuevo orden colectivista en los lugares de trabajo, que crecieron vertiginosamente donde los trabajadores derrotaron al golpe. Sin embargo, a pesar de todas estas nuevas batallas de género sobre el poder revolucionario, los hombres de clase obrera estaban implicados a la vez en un asalto frontal a las estructuras de poder político y social establecidas, que habían subyugado previamente a los grupos subalternos, independientemente del género. En la interpretación de los milicianos, por tanto, las religiosas, al igual que las mujeres trabajadoras, eran grupos subalternos que necesitaban ser liberados, no castigados, interpretando casi siempre el confinamiento en un convento como resultado de la opresión y la coerción. Las monjas fueron definidas principalmente como mujeres y, por tanto, víctimas, más que, como sucedía con el personal religioso masculino, como los agentes/perpetuadores de una cultura católica tiránica y subyugadora. Una lógica definidora conservadora (las mujeres son siempre mujeres por encima de cualquier otra identidad) que, sin embargo, salvó muchas vidas. Esta lógica, por lo general, impidió nada parecido a un continuado castigo sexual de las mujeres en el territorio republicano, mientras que, en la zona rebelde, el ataque contra las mujeres «rojas» estuvo íntegramente vinculado a la reimposición de formas tradicionales de orden social sobre los españoles subalternos, con independencia de su género. Dada esta lógica, tampoco es sorprendente que los ejemplos de ataques sexuales sobre mujeres «blancas» (es decir, políticamente conservadoras) fueran raros en la zona republicana, como comentaristas prorrebeldes indicaban en la época.[48] En general, era la lógica de la acción política que se llevaba a cabo lo que impedía en la zona republicana un fenómeno comparable al abuso físico masivo y constante de las mujeres que estaba produciéndose en el territorio controlado por los militares.

            Los actos de violencia y asesinatos extrajudiciales en la zona republicana —ya tuvieran como objetivo a personal religioso o a otras víctimas civiles— pretendían exorcizar los miedos y destruir las estructuras de poder que los habían generado. Por tanto, la violencia era algo proyectado por aquellos que la habían sufrido durante mucho tiempo, en algunos sentidos, como el lenguaje que les había enseñado la cultura dominante. Los que la perpetraban creían que ofrecía un medio de hacer «tabla rasa»: la disolución instantánea de la tiranía política e, igual de importante, una forma de reparación de las heridas sociales acumuladas.[49] En el contexto de este panorama psicológico y esta historia se explican totalmente las palabras del famoso dirigente anarquista Buenaventura Durruti, en julio de 1936: «las ruinas no nos dan miedo […] porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones».[50]

            La violencia popular en el territorio republicano fue, por tanto, una oleada excepcional de emoción e ira —frecuentemente intensa y algunas veces muy repugnante. En numerosas ocasiones se vio alcanzada por otras dinámicas de violencia también desencadenadas por el golpe, ya fueran estas para ajustar cuentas políticas de preguerra —especialmente dentro de los sindicatos—[51] o privadas, impelidas por agentes provocadores, o motivadas criminalmente (saqueo, robo y extorsión), incluyendo las realizadas por algunas personas vinculadas a movimientos políticos, especialmente los anarcosindicalistas. Sin embargo, con independencia de estas otras dimensiones, la violencia popular era claramente política y estaba vinculada a la construcción de algo nuevo. Porque la experiencia de la República de preguerra implicaba que había una conciencia de un nuevo horizonte político aunque fuera débil o distorsionada. A este respecto, por tanto, las matanzas anticlericales, al igual que las de otros grupos que simbolizaban a la vieja España, fueron un instrumento utilizado de forma consciente al menos por algunos de los autores, porque se percibía como una forma de romper para siempre con el pasado, de asegurar que no habría retorno al orden social y político anterior al golpe. Aunque algunos de los asesinatos de curas o administradores de fincas y otros personajes odiados fuera espontáneo e «instintivo», hubo también formas de violencia que indican un propósito político más consciente. Por ejemplo, los muchos casos en que la violencia aniquiladora surgió como consecuencia de la llegada de fuerzas milicianas anarquistas u otros escuadrones armados a aldeas y pequeños pueblos como los que se desplegaron desde las ciudades de Barcelona y Valencia por Cataluña, Aragón y la región valenciana. En este caso, serían fundamentales los colaboradores locales quienes señalaban a las fuerzas que llegaban quiénes eran los derechistas y partidarios del golpe en la localidad. Como sucede con la participación de jóvenes trabajadores previamente no organizados políticamente, la evidencia indica también que estas acciones en los pequeños pueblos incluían a sectores de clase media, muchos de los cuales estaban participando en política por primera vez.[52] En estos contextos, la guerra estaba actuando directamente como mediador del cambio social. En algunos sentidos es comparable, aunque no en los objetivos, con el proceso de asesinatos extrajudiciales que se estaban produciendo en la España rebelde. Sin embargo, las actitudes mostradas por el estado republicano en reconstitución hacia estas formas de violencia extrajudicial política y local no fueron comparables con las de la zona rebelde.

            Las autoridades republicanas no pudieron evitar inicialmente las matanzas extrajudiciales en su territorio porque el mismo golpe militar había provocado el hundimiento de las fuerzas de orden público y del ejército como instrumentos de orden público, a la vez que había generado una enorme oleada de miedo e ira. Pero el régimen posteriormente reconstruyó el orden público, en particular para acabar con los asesinatos. A pesar de todos los numerosos defectos de la República, no hay duda de que su cultura política y sus esfuerzos por reconstruir el estado, incluso su misma raison d’être y legitimidad, estaban basados en la extensión de un estado de derecho. Pero los desafíos a los que hacía frente la República a este respecto eran enormes y permanecerían desde el principio al fin de la guerra.[53] En los primeros seis meses después del golpe, hizo frente a tareas colosales para reconstruir los mecanismos de poder del gobierno y el orden público. Estos no solo habían sido arrasados por la sacudida centrípeta del golpe sino que este también había deslegitimado seriamente el mismo concepto de autoridad política, judicial y militar convencional. Como resultado, su ritmo de reconstrucción fue tremendamente lento. Porque para la República no hubo ninguna tregua militar. En octubre de 1936 Madrid estaba bajo la amenaza directa de los ejércitos de Franco que habían avanzado rápidamente por el sur haciendo estragos entre la población civil. Bajo estas condiciones, cuando no se podía hablar todavía de un ejército reconstituido, y aislada internacionalmente, la República estaba buscando defenderse a sí misma contra la arremetida rebelde, apoyada por el poder industrial y la fuerza militar de la Alemania nazi y la Italia fascista. Fue en estas condiciones de hora cero, de asedio y aislamiento integral en las que se produjeron las mayores atrocidades cometidas en tiempo de guerra en el territorio republicano y en las que estuvieron implicadas fuerzas que, en última instancia, eran responsables ante el gobierno.

            En noviembre de 1936, la evacuación de los prisioneros de un Madrid sitiado se convirtió en una masacre. El gobierno se había ya trasladado a Valencia, sin esperanzas de conservar Madrid con las armas. La ciudad, atrapada entre los ejércitos de Franco y Mola, era presa del pánico.[54] La sensación de cerco venía de dentro tanto como de fuera. Había un gran temor a una «quinta columna», a la que había aludido el mismo general Mola. Las embajadas y los consulados extranjeros estaban llenos de civiles partidarios de Franco que habían pedido asilo. El conocimiento de las masacres que se estaban produciendo en el sur también apuntalaba los miedos de la gente, que eran exacerbados por la amenaza clara que lanzaron los rebeldes de que llevarían a cabo duras represalias contra la población civil de la capital. Con el Ejército de África franquista acampado a la vista de la mayor cárcel de Madrid, los dirigentes civiles y militares encargados de la defensa de la ciudad decidieron evacuar unos ocho mil presos profranquistas, muchos de los cuales eran oficiales del ejército que se habían negado a luchar con la República, a prisiones más alejadas de los frentes republicanos. En el curso de estos traslados entre dos mil y dos mil quinientos prisioneros, los que habían sido clasificados como los más «peligrosos», fueron ejecutados extrajudicialmente por fuerzas milicianas. Estas procedían de varias fuentes diferentes: de la fuerza policial en reconstitución de Madrid, de la anarcosindicalista CNT-FAI, del Quinto Regimiento, la unidad militar controlada por el Partido Comunista de España (PCE), y también de la JSU (Juventud Socialista Unificada), que era la nueva organización juvenil unificada del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y del PCE, pero que a estas alturas estaba ya firmemente en la órbita comunista.[55] El resto de los prisioneros evacuados llegaron a sus destinos en otras cárceles. Pero la enorme presión del asedio y el sentimiento de estar en una lucha final habían provocado una explosión exterminadora que impulsaría más adelante matanzas de represalia.

            Esta matanza en concreto, conocida colectivamente como Paracuellos por el pueblo a las afueras de Madrid donde se produjeron los fusilamientos, es el más claro equivalente en la historia de la República en guerra de las sacas de las prisiones en las que perdieron la vida miles de civiles detenidos en toda la España rebelde. En este caso, las autoridades militares eran cómplices. Pero no hay ninguna evidencia de que el gobierno republicano establecido en Valencia tuviera conocimiento de las matanzas de Paracuellos hasta después de que estas se produjeran. Sin embargo, está claro que algunos miembros del Consejo de Defensa de Madrid se confabularon para llevarlas a cabo, al igual que lo hicieron miembros de la reconstituida fuerza de policía de Madrid, mientras que la logística de los asesinatos hubiera sido imposible sin la cooperación de la CNT, cuyas fuerzas todavía controlaban en esos momentos las salidas de la capital. El daño hecho a la reputación y credibilidad internacional de la República una vez que se conocieron los sucesos de Paracuellos (a través de una iniciativa diplomática multilateral que la República no hizo nada por obstruir), intensificó el propósito del gobierno de recentralizar el poder político y priorizar la normalización de la autoridad policial y judicial. El Consejo de Defensa de Madrid fue puesto bajo control directo del gobierno y, de hecho, disuelto tan pronto como fue posible, aunque la continua falta de apoyo tanto por parte de Gran Bretaña como de Francia hizo que los esfuerzos de la República para reconstruir su maquinaria constitucional fueran mucho más difíciles de lo que lo hubieran sido en otras circunstancias.

            Sin embargo, la política de la República Española en guerra se movió en una dirección clara y reconocible: la autoridad política estatal fue impuesta de forma gradual pero sistemática para reducir las oportunidades de que se produjeran actos de violencia extrajudicial y anticonstitucional. Al hacer esto, la República buscaba, como cualquier otro régimen constitucional, reforzar su propia legitimidad ejerciendo un monopolio sobre el uso de la violencia.[56] La pena capital, abolida en la ley civil por la República de preguerra, fue restablecida para delitos de espionaje y otros que se considerase que socavaban la seguridad en tiempo de guerra o ayudaban al enemigo militar. Pero fue usada poco contra los civiles e, incluso, la mayoría de estas sentencias de muerte impuestas por los tribunales especiales de guerra de la República fueron conmutadas. La República continuó actuando como una democracia, aunque una en guerra y en las más difíciles de las condiciones. Hubo fallos en su estructura constitucional: las acciones de la policía fueron a veces abusivas como lo fueron las condiciones en algunas prisiones y campos de prisioneros de guerra en la última parte de esta, al intensificarse el cansancio y la desmoralización por la guerra total en proporción a lo que en 1938 era ya un casi total aislamiento diplomático de la República. Pero el restablecido poder judicial republicano sí que investigó los abusos cometidos por la policía, incluyendo el tratamiento cruel en las prisiones y los asesinatos ilegales. La República definió estos hechos como crímenes, incluso aunque fueran cometidos contra el enemigo, mientras que en la zona franquista tales sucesos, simplemente, no preocupaban y no eran considerados crímenes, sino una profilaxis administrada por el poder.

            Al final, la democracia republicana española fue abandonada totalmente por Gran Bretaña y Francia en septiembre de 1938 como parte del mismo juego diplomático fallido de apaciguar a Hitler que destruiría Checoslovaquia, la última democracia que quedaba en Europa central. Pero la aversión británica hacia la Segunda República se retrotraía a su nacimiento en 1931. Porque no solo sus propuestas de reforma establecían un ejemplo para la redistribución de poder social y económico en el ámbito interno dentro de una democracia capitalista, que no eran bien recibidas por las elites políticas conservadoras británicas, sino que la proclamación de la república en España también simbolizó la democratización de la misma vida política, su apertura a una mayor variedad de grupos sociales. La Gran Bretaña de los años treinta, a pesar de que era un estado constitucional, todavía mantenía una clase política que procedía de una base social estrecha y, desde que la Gran Guerra había cambiado la forma de la política, las elites británicas social y políticamente conservadoras habían estado resistiendo lo más posible para mantener sus consecuencias a raya. En esto, los informadores del Foreign Office (Ministerio de Asuntos Exteriores) en España estaban en armonía con sus jefes diplomáticos: no puede haber un resumen más claro de esta mentalidad que un informe enviado en 1938 que se refería al veterano sindicalista Ramón González Peña, que era entonces el ministro de Justicia de la República, como un hojalatero de Asturias.[57] Por otra parte, las elites de Gran Bretaña conocían a los franquistas socialmente. Como resultado, de principio a fin actuó un doble rasero en la valoración oficial de los sucesos que se estaban produciendo en España durante la guerra. La Segunda República en guerra estaba, a ojos de la clase dirigente británica, condenada, cualquiera que fuera el estado de su orden público. En los primeros días este fue «caótico» e imposible de mantener bajo control, por supuesto como consecuencia de un golpe militar.[58] Más tarde, cuando adoptó una línea dura en sus tribunales (constitucionales) de guerra contra aquellos acusados de actos de sedición, las autoridades británicas lo criticaron por sus tendencias dictatoriales. En cuanto a la violencia contra civiles en tiempo de guerra, en la España republicana eran, lisa y llanamente, asesinatos. En la zona rebelde, sin embargo, era un proceso desagradable pero necesario mediante el que las autoridades militares estaban imponiendo el orden. Por supuesto, que estas elites políticas británicas de los años treinta también vieran la violencia contra algunos grupos sociales como una medida necesaria más que como un crimen no debe sorprender, especialmente si se recuerda que estaba previsto que en 1939 un alto cargo de Scotland Yard hiciera una visita oficial a Dachau para observar «las técnicas modernas de mantenimiento del orden público» y solo lo impidió el estallido de la guerra mundial.[59] Por tanto, fue como resultado de estas asunciones tácitas por lo que Franco pudo actuar, de forma creíble, para la galería de sus miedos políticos y su esnobismo social al presentarse como el salvador del orden en las películas de propaganda que su oficina distribuyó después de la liberación del Alcázar de Toledo en septiembre de 1936, días después de que sus fuerzas hubieran tomado la ciudad en una operación de «limpieza» que incluyó masacrar a sus defensores heridos en sus camas, al igual que a los doctores y enfermeras que les atendían.[60] De hecho, la respuesta británica oficial a la violencia colectiva y política desencadenada por el golpe en la zona republicana puede ser considerada en sí misma un éxito de propaganda notable y singular para los rebeldes de Franco, dado que ni una sola vez se mencionó que el origen del maremoto de violencia en ambas zonas de España era la misma rebelión.

            Lo que distingue los usos sociales y políticos de la violencia en la zona rebelde es la relación simbólica entre la violencia de las bases y el orden político franquista emergente. Las autoridades militares, como suprema autoridad política en la España rebelde, podían haber detenido las matanzas extrajudiciales, ya que no hubo ningún colapso del orden público como el que se había producido en el territorio republicano. Sin embargo, en lugar de eso eligieron utilizar la violencia y, con ella, la idea de una cruzada que había surgido originalmente de los medios conservadores populares. Se puede definir la clase de violencia que se produjo en esas bases como una forma de violencia religiosa, en el sentido de que, por lo general, tuvo unos objetivos sociales y políticos muy específicos. «La palabra “contaminación” está a menudo en los labios de los violentos», ha observado la historiadora Natalie Zemon Davis.[61] Y mucha gente vio los asesinatos en la España rebelde como un medio de librar a la comunidad de fuentes de contaminación o profanación y de los peligros que suponían. Los curas jugaron un papel prominente en la justificación de los asesinatos, incluso ante aquellos que estaban a punto de ser ejecutados. Pero otros curas fueron perpetradores, participando directamente en los pelotones de fusilamiento.[62] Sin embargo, fue más común el modelo del cura de radio que animaba a los asesinos y hablaba en Córdoba de la «limpieza» como el trabajo de Dios.[63] Y aunque los asesinatos anticlericales en la zona republicana intensificaron posteriormente el celo de los clérigos conservadores, que este no era el quid de la cuestión lo demuestra el hecho de que la violencia en las zonas rebelde y republicana se estaba produciendo a la vez. Era más importante el deseo sui generis de los clérigos conservadores de tener la oportunidad de imponer un cierto tipo de control social y «moral» sobre los españoles que estaban en ese momento atreviéndose a pensar y actuar de forma diferente. Después de 1939, la Iglesia recuperaría una influencia social enorme ejerciendo nuevas funciones disciplinares en nombre del estado franquista. El personal religioso jugó un papel clave en la gestión de prisiones, reformatorios y otros centros correccionales.

            También hubo en la violencia del periodo de guerra un fuerte elemento ritual. Hubo ejecuciones públicas en masa seguidas de la exhibición de los cadáveres en las calles o la quema colectiva de los cuerpos. No de forma infrecuente hubo un componente ritual en el asesinato de alcaldes y otras autoridades republicanas en las plazas mayores de pueblos y aldeas. Es significativo también que en el centro y norte de España las ejecuciones se produjeran en días festivos o en los días de los santos patrones. Hubo una mezcla extraña de terror y fiesta: ejecuciones seguidas de fiestas y bailes en los pueblos a los que la población local estaba obligada a acudir.[64] La violencia servía, así, a varias funciones diferentes. En primer lugar, reforzaba la complicidad; en segundo lugar, servía para exorcizar los miedos subyacentes de pérdida de control que eran el nexo subconsciente que unía a los militares rebeldes con los diversos grupos de civiles que les apoyaban. Pero estaba también el aspecto ritual de que permitía la transgresión por medio de la deshumanización de las víctimas y también al esconder a los que cometían este tipo de actos el significado completo de lo que estaban haciendo. Eso fue verdaderamente cierto en las más pequeñas comunidades del centro y el norte donde los asesinos estaban rompiendo un tabú al actuar dentro de sus propios pueblos y aldeas. Sin embargo, la presencia de elementos rituales sirve para recordarnos que esta violencia no era un fenómeno marginal o «asocial»; no tenía que ver con unos pocos psicópatas saliendo a la superficie en tiempos turbulentos, aunque hubo algunos individuos de este tipo en las escuadras de la muerte. La violencia fue más bien parte de un conjunto de conductas y objetivos respaldados por un considerable número de gente y a través de los cuales la «sociedad» estaba siendo transformada.[65]

            La clase de asesinatos perpetrados por los «justicieros civiles» —a menudo llamada «represión caliente»— tendió a ser lo que sucedió en el periodo inmediatamente posterior a que los rebeldes controlaran un pueblo o ciudad. Así pues, y dado que su avance territorial fue más o menos constante a lo largo de la guerra, este escenario de violencia se repitió durante todo el conflicto a través de España. En cada territorio conquistado el «terror caliente» daría lugar después a una represión más sistemática, «el terror frío», en el cual las autoridades militares empezaron a destacar formalmente y donde aquellos que habían defendido la República fueron juzgados por tribunales militares y ejecutados en masa por «rebelión militar», un castigo que continuaría después de 1939. Como forma de matar, era apenas judicial, en el sentido de que era resultado de una justicia sumaria. Hubo juicios masivos, algunas veces de 50 y hasta 100 acusados, sin el proceso debido, sin acusaciones más allá del vacío cargo de «rebelión militar»; no se proporcionaba una defensa legal y en esta los acusados no podían intervenir (esto se analiza más detenidamente en el capítulo 6). Pero independientemente de que el terror fuera frío o caliente, los militares tenían siempre todo el control. El terror solo pudo producirse porque ellos lo permitieron.

            Los militares no estaban preocupados por el hecho de que los asesinatos extrajudiciales fueran contrarios a derecho. Para aquellos que se habían rebelado contra la República, la política liberal, el constitucionalismo y el lenguaje de derechos eran percibidos como el problema, no la solución. Además, quienes eran eliminados por los escuadrones de la muerte eran parte del mismo «problema». Porque los militares también hablaban el lenguaje de la «purificación». Vínculos locales, lazos de amistad —incluso de vez en cuando familiares— también ligaban a los militares con los «justicieros» civiles. Y todos ellos veían las atrocidades que cometían no como atrocidades sino como una solución purificadora alumbrada por la fuerza.

            El propósito de esta violencia —caliente y fría— era, en primer lugar y ante todo, «matar el cambio», en particular al anular el lenguaje de derechos políticos que la República había permitido que se expresara. La violencia pretendía enseñar a quienes habían creído en la República como vehículo de cambio que sus aspiraciones siempre les costarían muy caras. Era una forma de reestructurar la sociedad a la vez que se evitaba la redistribución de poder económico y social anunciada por la República. Así pues, aquí tenemos la «memoria del asesinato» otra vez, pero en el sentido diferente de matanzas ejemplarizantes, que ponían a quienes sobrevivían a ellas «en su lugar»: un ejercicio de lo que el historiador Paul Preston ha llamado «terror rentable».[66] En segundo lugar, la complicidad creada entre las autoridades rebeldes y aquellos sectores de la población que participaron en los hechos o hicieron la vista gorda ante la represión de sus amigos, vecinos y, a menudo, incluso miembros de su familia, también empezó a establecer las bases de un nuevo estado y orden social rebelde —que sería seria y explícitamente consolidado a partir de 1939—, sobre todo a través de la política de denuncia a escala nacional que el régimen puso en práctica y que jugaría un papel crucial en que tuvieran éxito la represión de masas y la construcción del universo carcelario en España.

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