El color del silencio

Hay una frase que encierra una afirmación que cada vez me crispa más; llamémoslo “El silencio de la guerra”.

Es una afirmación que primero la escuchas de manera descuidada y te produce una cierta incomodidad, cierto desasosiego que no alcanzas a definir hasta que escuchas la versión bien intencionada del analista, generalmente de izquierdas, que la matiza reformulándola más o menos de la siguiente manera: la guerra provocó tal terror en la población civil que el país se sumió en una afasia o silencio colectivo.

Mentira. De pronto descubres qué es lo que te molestaba y no es otra cosa que la mentira bajo apariencia de justificación.

Mentira. En mi casa, en mi familia y hasta en mi barrio -El Llano, de Gijón- se hablaba de la contienda. Por lo bajo, a veces entre dientes, pero se hablaba.

(No se debe confundir el silencio con hablar en voz baja porque la gente sabía que había oídos criminales).

Mentira. Yo supe de Durruti, el Campesino o Líster, no en los libros de texto ¡por supuesto! sino en las conversaciones familiares.

Mentira. De la misma manera que Belchite, Guadalajara o la batalla del Ebro no eran sólo lugares de la geografía sino escenarios de la tragedia que había sido vivida en carne propia en esos espacios por mi padre, mis tíos y otra parentela.

Cuando oigo la mencionada frase no puedo dejar de pensar que es una manera de reescribir la historia silenciando, una vez más, la voz de los vencidos.

Probablemente no se hablase de la guerra en casa de los vencedores: tenían mucho que callar si es que les quedaba algo de vergüenza o una pizca de decencia. Era mejor pasar de puntillas sobre los asesinatos que se prolongaron hasta muy avanzada la postguerra (pensemos que todavía en el año 1949 fueron arrojados al pozu Funeres, en Asturias, los cuerpos, algunos todavía con vida, de militantes socialistas de la cuenca minera). Mejor olvidar los juicios sumarísimos, ignorar las detenciones arbitrarias, las palizas y las torturas que se prolongaron durante mucho tiempo una vez acabada oficialmente la guerra civil, por no hablar del expolio económico y el ostracismo al que fueron sometidas las familias que apoyaron a la República.

Pero es obvio que silencio entre la mayoría de los vencedores no hubo, al menos en el ámbito público: gozaban de impunidad y tenían todos los medios a su alcance para airear su versión y alardear de sus “hazañas”.

Para los vencidos y humillados “rojos” el rememorar lo que había pasado era afianzarse en la justeza de sus convicciones como manera de combatir el horror y la muerte. Lo mismo que escuchar “La Pirenaica” a altas horas de la noche era mantener viva la esperanza y el contacto más allá de las cuatro paredes de casa.

Callarse para muchos era el equivalente a una lobotomía que no estaban dispuestos a aceptar. Por coherencia. Y así hacían suyo -sin saberlo en muchos casos- el verso de Cernuda: “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros….”.

Y los niños estábamos allí, husmeando “el silencio”, interpretando cuándo y con quién debíamos hablar y cuándo y con quién no. Una mirada bastaba para decirnos cómo debíamos actuar como si fuésemos los protagonistas del ensayo Veo una voz, de Oliver Sacks.

Por eso el silencio de la guerra tiene color (debo el título de este breve texto a mi amiga Cristina González con la que comparto esta experiencia).

Doy por supuesto que hubiera familias en las que se hubiese cebado la tragedia y el silencio fuese un modo de no ahondar en la herida, así como que, con el paso del tiempo, el silencio o las conversaciones tomasen otro cariz por mor de la clandestinidad, pero esa “afasia” con la que la mayoría parece identificarse me recuerda a la oposición silenciosa de tiempos del franquismo tan bien descrita y ridiculizada por Gregorio Morán.

Esa oposición que, a fuer de ser silenciosa como señala Juan Goytisolo en su artículo Del oportunismo como una de las Bellas Artes (El País; febrero de 2015), nadie se enteró de ella.
Apelar al miedo para justificar una prudencia a menudo rayana en la cobardía es faltar a la verdad y escribir la Historia con renglones torcidos, aunque sea más fácil vivir con una mala conciencia si se tiene una buena reputación.

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