Adela Tejera era una mujer muy bella, morena, con la piel negra y brillante, un hermoso pelo enredado que se confundía entre las banderas rojas, recorría las calles de Tamaraceite lanzando consignas contra el fascismo, por el comunismo, por la liberación de la clase trabajadora.
Su amado Juan Torres se quedaba en casa, aunque respaldaba las ideas libertarias de la mujer de su vida, cuidaba de los chiquillos, mientras ella encabezaba los mítines junto a otras dirigentes obreras, como Rosa García y otras mujeres que solo de nombrarlas estremecen el alma.
En los almacenes de tomates de Los Betancores en Los Giles, en las plataneras del antiguo Valle de Atamarazayt, donde su voz sonaba más fuerte que el resto, alzaba el puño y gritaba por la emancipación de las mujeres, por el voto femenino, por la República, por la libertad, por la democracia, por los derechos negados a un pueblo canario esclavizado por una oligarquía corrupta y criminal.
Por eso la mañana del domingo 19 de julio del 36 no tuvo miedo y salió a la Carretera General de Tamaraceite con su bandera roja, se unió a la partida de mujeres y hombres heroicos que pedían por la justicia social, contra el fascismo, contra un golpe de estado que ya recorría cada rincón del territorio archipielágico como una mancha negra, oscura, siniestra, casi rojiza de sangre obrera masacrada por aquellas bestias vestidas de azul, por sotanas asesinas, por militares genocidas que encabezaron un holocausto que se llevó por delante las vidas de más de 5.000 canarios.
A la valiente Adela la detuvieron frente al Ayuntamiento de San Lorenzo, cuando llegaron los camiones repletos de falanges esa mañana de domingo de julio subiendo desde Las Palmas, pegando tiros al aire, medio borrachos, sedientos de sangre, dispuestos a cometer la mayor matanza de la historia de Canarias después del genocidio indígena de lo que luego llamaron “Conquista”, “Encuentro de culturas”, cuando no fue más que una carnicería para quedarse con unas tierras que no les pertenecían.
El jefe falangista Penichet arrodilló a la pobre Adela con las manos atadas a la espalda y le rompió el vestido rojo dejando sus pechos al aire, le dio una violenta patada en la cara y quedó tirada entre un charco de sangre, mientras el cojo Acosta, Paco Bravo, los guardias Pernía y Juan Santos, reían a carcajadas apurando los últimos tragos de una botella de ron del charco.
-¿Nos las follamos a todas estas putas rojas juntas en el salón de plenos del alcalde comunista?- Dijo en tono burlón el moro Ahmed, el resto siguieron golpeando a las mujeres y hombres detenidos, puestos en fila contra la pared con las pingas de buey y las varas de acebuche, un grupo amplio, como de setenta mujeres y hombres, todos vecinos de Tamaraceite, con las ropas manchadas de sangre.
Adela fue condenada a muerte en consejo de guerra, luego a los pocos meses le conmutaron la pena por cadena perpetua, estuvo cuatro años en la prisión de Barranco Seco entre chinches y comida basura, Pepe su hijo de seis años iba a verla los sábados en los hombros de su padre, Adela lo miraba con sus ojos brillantes con mucho amor, el pelo rapado, una especie de fardo como vestido con un número en la espalda, los brazos y las piernas repletos de moretones.
Ahora Pepe con 87 años, los mismos que tiene la República no la puede olvidar, sigue con su sonrisa, la misma de Adela, recorriendo las calles del pueblo, me lo encontré por causalidad este lunes de mayo, la lucha sigue me dijo, el pelo enredado, la bandera roja, la solidaridad, la esperanza de un mundo mejor, la liberación de las cadenas de la opresión, sabe bien que la historia se repite.
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