Ilegalización, prohibición y amnistía: del mayo francés a la impunidad franquista
Ilegalización, prohibición y amnistía: del mayo francés a la impunidad franquista:


Una de las pocas victorias del antifranquismo en las movilizaciones durante la Transición resultó ser un caballo de Troya: la impunidad tácita para los torturadores y represores del Estado.







El 15 de junio se cumplió medio siglo desde que el gobierno del general De Gaulle amnistiara a una cincuentena de presos de organizaciones de extrema derecha condenados por asesinato. Los sacaron a la calle para funcionar como grupos de choque civiles. Grupos que en países de la periferia hubieran terminado, con un conflicto prolongado, como paramilitares, tal y como nos recuerdan el caso colombiano o salvadoreño, entre muchos otros. Lo cierto es que se trató de una medida que no suponía ninguna novedad dentro del manual de tácticas repetidas por los Estados en su accionar reaccionario y represivo para “guardar el orden” a lo largo de la historia: desde la Europa del siglo XIX hasta la de los años 20, pasando por la América Latina de todo El corto siglo XX, sin olvidarnos de su vecino norteamericano.
Estos “comandos” se unían a las fuerzas del monopolio de la violencia del Estado encarnadas, en aquellas jornadas de adoquines, barricadas, huelgas y tomas de fábrica para la gestión de los medios de producción por parte de sus propios trabajadores, en los CRS (Compañías Republicanas de Seguridad). Los amnistiados eran liberados y organizados para su accionar como “grupos de acción ciudadana contra los elementos incontrolables”.
Tres días antes, De Gaulle había ilegalizado por decreto una docena de organizaciones de izquierda, en plena lucha del llamado Mayo francés. Asimismo, había ilegalizado la calle por el próximo año y medio: el decreto prohibía las manifestaciones durante los siguientes 18 meses.
Ilegalización, prohibición y amnistía decretadas tras el asesinato de un joven estudiante de secundaria durante los enfrentamientos del día 10 de junio en Flins, en una manifestación que respondía con resistencia al plan represivo contra las fábricas que seguían ocupadas, después de las jornadas de huelgas y ocupaciones masivas de mayo. 
Un plan compuesto por estrategias aplicadas desde diferentes niveles de acción del poder estatal para la derrota del movimiento obrero y estudiantil. Un plan puesto en marcha por el Ejecutivo a partir de la gran manifestación en su apoyo —“en defensa de la República”— y el famoso discurso radiofónico de De Gaulle, el 30 de mayo, en el que se negó a dimitir y convocó elecciones en un plazo de 40 días. Una respuesta del gabinete de crisis que llegaba tres días después de la firma de los Acuerdos de Grenelle por la principal central sindical del país, la comunista CGT.
Resumiendo: violencia directa del Estado, amnistía para los condenados de la extrema derecha, es decir, impunidad reaccionaria, legitimidad electoral, burocracia sindical y legalidad punitiva de persecución política, que incluyó acusaciones de terrorismo para los detenidos de las movilizaciones a partir del 22 de abril. 
Un término, terrorista, que se había usado en la Francia de los años anteriores para dos contextos, ambos atravesados por el imperialismo. Por un lado, para el conflicto argelino. Puede que hasta para los cerca de 200 asesinados en París, en una manifestación por la liberación de Argelia de la ocupación francesa, en 1961, con desaparición de cuerpos en el río Sena. O quizás la proporción de la masacre contuvo tal calificación.
En aquella coyuntura, en París, el empleo del miedo público resultaba menos eficiente que una segunda táctica, la inspirada, en espíritu, por el Decreto Noche y Niebla del régimen nazi. Esto es, que el miedo se filtrase como un hecho conocido para la comunidad afectada, la población argelina en Francia, pero negado y ocultado para el resto de la población. La realidad fue que la matanza que habría la década de 1960 incluyó, no solo desapariciones de cuerpos, arrojados al Sena —una alusión más a la formación de cuadros militares argentinos por militares franceses y sus prácticas en el conflicto argelino— sino también un apagón informativo, el primero de la sociedad de los mass media francesa.
El segundo contexto en el que se usó la acusación de terrorismo fue durante el régimen de Vichy. Éste consideraba como tales a los miembros de la Resistencia francesa durante la ocupación alemana. 
No obstante, a partir de las doctrinas de la seguridad nacional y su teoría del enemigo interno en la década de 1960, otra categoría era urdida como dicotomía al orden: la subversión. Así, en la gestión de la crisis por el gobierno de De Gaulle, nos encontramos ante la ilegalización y persecución de los subversivos y la supresión y prohibición del derecho de manifestación, por un lado, y la amnistía a condenados, presos, de la extrema derecha, por otro. Ecuación ya conocida por haberse repetido en contextos y temporalidades diversas con diferentes y complejas variantes.
De hecho, es la misma ecuación, en otra variante y en otro contexto, que sufrió la II República española durante la internacionalización de la Guerra Civil bajo la dicotomía democracia vs reacción (fascista, católica, monárquica) como principal ordenadora del conflicto.
En diferentes correlaciones de fuerzas, con esa dicotomía, cuando el fantasma de la revolución social aparece contra el modo de producción y de explotación con la promesa de superar el límite que la propia historia impone a la democracia del sistema democrático liberal, el uso de las fuerzas reaccionarias siempre termina siendo prodigado por el Estado en función de los intereses de sus oligarquías y las creencias de sus ciudadanos de orden, de bien, para el mantenimiento del sistema de poder y su funcionamiento estructural.
Así las cosas, una no puede evitar poner la secuencia —ilegalización, prohibición, amnistía— en relación dialéctica con este país. Y es que en el comienzo del siguiente ciclo de acumulación del capital tras la crisis de 2008, es decir, entre 2013 y 2015, aquí, entre otras muchas, tenían lugar dos “cosillas” por todos conocidas: se aprobaba la llamada Ley Mordaza y se impedía —a cargo de la jueza Concepción Espejel (la misma de la sentencia de Alsasua, entre otras lindezas), mano a mano con el gobierno de M. Rajoy— la actuación de la jueza Servini de Cubría, a cargo de la llamada Querella argentina de los crímenes del Franquismo, interpuesta en 2010 en Buenos Aires, según el principio de justicia universal, para extraditar a 10 represores de la dictadura de Franco con diferentes cargos.
Pues bien, este pasado 30 de mayo, en el Congreso de los diputados, el entonces ministro del Interior resucitaba una vez más el principio rector de la reforma del Estado aplicado en “su modélica transición”, de mano de Torcuato Fernández Miranda: de la ley a la ley. Lo evocó, no obstante, maximizándolo y ocultándolo a la vez.
Mintiendo —afirmó que nadie le había pedido la retirada de la condecoración policial a González Pacheco—, pero sobre todo manipulando en el uso de dicha verdad histórica: el régimen del 78 fue de “la ley a la ley”, sin ruptura con la legalidad de la dictadura, la cual emanó en primera instancia de la victoria bélica, desde los bandos de guerra hasta el Tribunal de Orden Público.
Las palabras de Zoido —“hay que cumplir la ley y la ley es la que ha de aplicarse”— fueron una burla macabra a torturados, asesinados, presos y a toda la sociedad española de entonces y de ahora, que no legitime, explícita o implícitamente, la dictadura de Franco, su legalidad y sus prácticas represivas.
Con la desfachatez más absoluta, Zoido negó la veracidad de los testimonios de personas torturadas por no estar “reconocido en una sentencia”. Las torturas como método policial en España son una verdad demostrada por otras disciplinas, como la medicina o la historia, por los propios profesionales del derecho en investigaciones no judiciales, presente en los archivos, desclasificados o no, pero ante todo es una verdad, una realidad sufrida y andada por la propia sociedad. En España no hace falta demostrarlo a nivel social. Por lo menos hasta el momento, la opinión pública lo tenía claro, aunque siempre se menospreció el testimonio como prueba. Parece ser que ha pasado suficiente tiempo para que el negacionismo sea una táctica.
La sospecha de mentira fue una diferencia de lo que ocurrió con el sistema de desaparición forzada de personas implementado por la dictadura de Videla en Argentina. La negación y dudas vertidas sobre la veracidad de los testimonios de los sobrevivientes tuvieron mucha fuerza durante los años del terrorismo de Estado en aquel país. Pero fueron enterradas, primero, en el llamado “show del horror”, una vez terminada la dictadura y, en 1984, efectivamente, durante el juicio a las Juntas Militares.
Sin embargo, en España el sistema represivo no era clandestino, y aunque existía el “algo habrán hecho” apegado al “no te metas en política”, no había ninguna negación sistemática de que en Sol se torturaba. Se torturaba y la población, más o menos consciente, no lo negaba, lo sabía. Estaban demasiado cerca en el tiempo, la represión de los años 40 y 50. Cuando tomamos el ejemplo argentino para poner rumbo de “memoria, verdad y justicia”, debemos estar atentos con lo que los agentes de la impunidad pueden también aprender de él.
La argumentación negadora que sujeta la verdad de estos hechos a una verdad jurídica a través de una sentencia es aún más necia y, por supuesto, cómplice con el verdugo en la ocultación de su crimen —sea este delito o no en un ordenamiento jurídico dado— si viene del mismo gobierno y el mismo sector de poder que impide el accionar de la justicia universal.
Y no deja de ser de un sarcasmo igualmente macabro el hecho de que se argumentara así a dos días de ser censurado el gobierno al que pertenecía el mismo Zoido tras conocerse una verdad judicial sobre el sistema de saqueo clientelar de las instituciones por parte de su partido, la misma estructura partidaria por la que él era legalmente ministro del Interior.
Frente a lo cual su “sacrosanta” e intocable verdad judicial fue puesta en duda —recordemos a Cospedal en la comisión de investigación del mismo Congreso— oponiéndola, esta vez sí, a la verdad, ya no histórica, ya no del testimonio de una víctima de vejaciones, sino a una verdad menos crudamente fáctica: la “verdad de la mayoría acumulada de voto” como fuerza política por el Partido Popular, a cuyo nombre le queda el resabio directo de la presencia del concepto de ‘pueblo’ en los movimientos fascistas del período de Entreguerras y el uso que le dio, por tanto, el nacional-catolicismo durante el Franquismo.
Ellos no son populistas, no usan la verdad de la mayoría, que caracterizaría la razón populista, ellos parecen ser directamente el pueblo español. Ay, herencias del falangismo y el africanismo colonialista del Ejército, heredadas y fomentadas por el régimen franquista. Salvadores, según su propio relato de Cruzada, de España. Salvada de sí misma, para lo cual se eliminó sistemáticamente a una buena parte de su población, la anti-España.
Dichos planteamientos no son propiedad solo de dictaduras militaristas ni fascismos, recordemos que también la manifestación en apoyo a De Gaulle se autoproclamaba como “salvadora” de la V República francesa. Las “mayorías silenciosas” se erigen en la nación respectiva y a esa potencia apelan, cuando conviene, como demócratas, sus representantes políticos, por encima incluso de la intocable ley, de la verdad jurídica y de las normas parlamentarias de la ley suprema del derecho que rige un Estado, la Constitución. Sin vergüenza cambian de principio rector —tienen experiencia histórica de sobra— aunque esa mayoría sea una minoría respecto al resto de la población del país, que no los vota.
En el espectro de las derechas mediáticas y sus voceros, el argumento principal también ha sido el mismo. No se deben de dar cuenta que dejamos hace un par de décadas la hegemonía del sentimiento de culpa como gestor emocional del sujeto moderno para pasar, por varias causas y vías, a la desembocadura de la hegemonía de la víctima, en una posmodernidad también con problemas contundentes en este nuevo paradigma.
Tampoco les merece mucho rédito la Carta de los Derechos Humanos. Nuestro caso no es tan excepcional como a menudo repetimos, hasta el punto de que como respuesta a esta masiva soberanía represiva de impunidad, la justicia universal calificó, hace mucho, al delito de torturas aplicadas por los aparatos del Estado como crimen de lesa humanidad y, por tanto, imprescriptible. Así que los mismos que ponen en duda en una nueva táctica, apoyada en su estrategia de sedimentación de olvidos, la veracidad de los testimonios de esas torturas, lo hacen precisamente porque conocen el enroque, son los mismos que se aseguran de impedir lo que requieren para creer.
Juezas, como Espejel, desestiman tanto la extradición a Argentina —no les debieron de gustar nada los juicios en la Audiencia Nacional ni a Scilingo por los crímenes y desapariciones en la ESMA en los vuelos de la muerte ni a Pinochet— como cualquier juicio aquí por considerar prescritos los hechos de torturas denunciados en función del código penal español y de una de las clausulas de derechos básicos de los acusados, el principio de legalidad, esto es, los hechos deben ser considerados delitos por la ley cuando estos se producen. Pero, sorpresa, por un lado, en este caso es el propio Estado, pero es que además los hechos se produjeron bajo la legalidad franquista. He aquí el tema de la continuidad con una legalidad dictatorial, de la ley a la ley.
Por si fuera poco, el colmo es observar la aprobación de la ley de Amnistía de 1977, usada como ley de “punto final” para los funcionarios del Estado franquista. Se trata, como hemos podido oír a los sobrevivientes de las torturas de Billy El Niño, de una amnistía aplicada antes de la condena y la pena, por tanto sin juicio. Ningún policía o responsable políticos del aparato del Estado franquista ha sido, como sabemos y nos repiten los nuevos negacionistas, ni juzgado ni condenado a ninguna pena. Entonces qué amnistía se les puede aplicar, cuando esta se define por ser “el perdón y el olvido de una pena” ya sentenciada. Les perdonaron y olvidaron una pena sin que ésta existiera, sin ser condenados, porque la amnistía significaba también el fin de la persecución franquista a la resistencia interna, ahí está el enroque, por ahora, definitivo.
La ley de Amnistía política del 77, antes de ser aprobada tenía como contenido simbólico la libertad de los presos antifranquistas. Fue una amnistía peleada por la izquierda en la transición. En aquel contexto eran los presos del antifranquismo, los presos políticos en las cárceles de la dictadura, los susceptibles a ser amnistiados, ya que la legalidad franquista no tenía pinta de ser derogada ni anulada, hasta hoy. El artículo de inmunidad e impunidad para el aparato del Estado franquista fue incluido bajo el paraguas de la reconciliación nacional como relato pero no fue hecho explícito en el debate público. UCD sumó sus votos en el último momento imponiendo ese artículo de inmunidad para el personal del régimen. Pero ese artículo, ausente en los borradores anteriores presentados a la cámara, nunca apareció en los discursos. Quién iba a pensar, manifestantes por la “libertad, la amnistía y el estatuto de autonomía” que el resto de las fuerzas que la apoyaban callarían tácitamente ante semejante inclusión explícita. Quién pensó que se podía amnistiar a personas que no habían sido ni juzgadas ni condenadas antes de dicha ley, cuando una amnistía se define, como aquella de De Gaulle, por el perdón y el olvido de la pena de un condenado para su liberación.
Así, una de las pocas victorias del antifranquismo en las movilizaciones durante la Transición resultó ser un caballo de Troya: la impunidad tácita para los torturadores y represores del Estado.
Mientras, la historia sigue: ilegalizaron las manifestaciones no autorizadas a manos de la vieja ley Corcuera; prohíben la libertad de expresión en un control legal y punitivo del pensamiento, bajo la categoría de “terrorismo”, en nombre de los sentimientos religiosos, el orgullo de las fuerzas policiales o la memoria del heredero de Franco, Carrero Blanco, víctima de ETA durante la dictadura. Y continúa amnistiado el Franquismo.

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