Arturo Barea, la forja de una memoria: Esta historia comienza en el año 2010, en los alrededores de Oxford, cuando un hispanista inglés, William Chislett,
rebusca lo que queda de alguien en las letras desdibujadas de una
lápida. También podría empezar en 1977, en una librería de Vallecas,
donde un joven afiliado al Partido Comunista compra una trilogía de
libros hasta entonces desconocida. O quizá empiece mucho antes, antes
incluso de que esos libros se escribieran, cuando su autor, Arturo Barea, cruzó la frontera de su país en el año 1938 para nunca regresar.
Arturo Barea. (DP)
Las
historias grandiosas comienzan siendo un relato doméstico. Los hechos
siempre se engendran de manera humilde. Tal vez seamos nosotros, el eco
que los transmite, los que nos encarguemos de barnizarlos de épica. Al
igual que las ondas que crea la piedra al caer en el río, esta historia
comenzó como un secreto clandestino. Un rumor que ha acabado por
expandirse de manera concéntrica.
Arturo
Barea había sido muchas cosas antes de ser un exiliado. Aunque lo
primero que le tocó fue ser pobre. Un niño remendado de madre lavandera
al que la suerte le sacó de un destino harapiento. Gracias a la
generosidad de un tío adinerado, el joven Arturo pudo estudiar como los
niños ricos y acudió a las Escuelas Pías de San Fernando, ese edificio
imponente del barrio de Lavapiés que hoy alberga una universidad y una
magnífica vista de los tejados de Madrid.
El
milagro duró solo hasta los trece años, momento en el que el tío
falleció. A partir de entonces, como cualquier contemporáneo de origen
humilde, Barea se buscó las lentejas en los empleos más dispares:
aprendiz en un comercio, botones en un banco, joven emprendedor de una
fábrica de juguetes que acabó en quiebra. Fue testigo de la guerra de
Marruecos y a su regreso militó en la UGT. Más tarde acabó en la Oficina
de Censura de Corresponsales Extranjeros, situada en el famoso edificio
de la Telefónica, en la Gran Vía de Madrid. Corría el año 1936 y España
olía a guerra.
Tras un primer matrimonio fallido, Arturo se topó con Ilse Kulcsar,
una periodista austriaca que también trabajaba en el edificio. Ilse era
judía, activista y comunista. Había llegado a España con Leopold,
su marido, para apoyar la causa republicana. Ilse colaboró con Arturo
en que la imagen de la República de cara al extranjero fuera intachable.
Y como pasa en las historias de celuloide, mientras el mundo se
derrumbaba los dos se enamoraron.
La
guerra, la destrucción, el hambre, la pobreza… Barea fue testigo de
todo lo que unos ojos son capaces de soportar sin hacerse añicos. Huyó
con sus vivencias hasta Francia y, una vez allí, se dio cuenta del dolor
que transportaba.
Pienso
en Arturo Barea y en su pie traspasando la frontera. Puede que hasta
entonces no se hubiera visto a sí mismo como un refugiado. Debe de ser
difícil asumir que la destrucción de alrededor es cierta. Que el mundo
se desmorona. Que tu casa ya no existe. Que el estrépito de las bombas
siempre permanece.
Tras
un peregrinaje por hostales y penurias, el matrimonio desembarcó en
Inglaterra en busca de un exilio soportable. Un lugar en el que dejar
atrás las pesadillas. Mientras su país de acogida se enfangaba en la
siguiente guerra, Barea se dispuso a dar cauce a su memoria. A sus
vivencias.
Los tres libros que suman La forja de un rebelde
no fueron los primeros de Barea, pero sí los más auténticos. Componen
una autobiografía. Un testimonio que anidó en él al tiempo que lo hacía
la desgracia. Como lingüista experta, Ilse se encargó de trasladar todo
al inglés. A ella le debemos poder leer hoy la mayoría de los libros de
Barea. Alrededor de ellos hay mucha leyenda, pues algunos fragmentos
sólo nos han llegado a través de esas traducciones. Muchos originales se
perdieron.
Lápida de Arturo Barea e Ilse Kulcsar. Foto: Sonia Chislett.
Cuando The forge
se publicó en Inglaterra, el libro tuvo tan buena acogida que su autor
pudo continuar escribiendo. Arturo Barea llegó a ser el quinto español
más traducido en el mundo en los años cincuenta, al mismo tiempo que su
obra era aclamada en los Estados Unidos. Al igual que otros españoles
exiliados, sobrevivió con un espacio en la BBC hasta el fin de sus días,
donde pudo desarrollar su profesión de cronista y disfrutar de un
exilio tranquilo.
Pero
este es solo uno de los finales. Antes decíamos que esta historia tiene
muchos comienzos. Nos trasladamos al año 2010, cuando William Chislett
toma el testigo. Corresponsal en España del diario Times, Chislett había conocido La forja de un rebelde a través de la serie de televisión de 1990. No fue el único. Cuando Mario Camus
realizó la adaptación de la trilogía de Barea, treinta y tres años
después de su muerte, poca gente del país conocía la existencia del
autor. Hasta entonces, la trilogía solo había sido un murmullo, un libro
que había corrido de mano en mano impulsado por las asociaciones de
izquierdas. Muy pocos hogares españoles habían conocido a Barea en los
años posteriores a la transición, pues La forja de un rebelde no se publicó en España hasta 1977.
Pero
volvamos a William Chislett y a su obsesión. A ese punto de partida que
le hizo interesarse por Barea y por su memoria. Chislett devoró sus
libros, traducidos al inglés, y se zambulló de lleno en la figura del
autor. Si su rastro era débil en España, apenas quedaba nada en
Inglaterra, solo una lápida maltrecha que a Chislett le costó cuatro
viajes encontrar: «Había oído que su lápida conmemorativa (no la
de enterramiento, ya que fue incinerado) estaba en un cementerio en las
afueras de Oxford. Como yo soy de allí, en 2008 acudí para encontrarla. Y
regresé tres veces más sin resultado. Nadie me había contado que había
un anexo al cementerio a trescientos metros de la iglesia. Caminé, subí
una pequeña colina y encontré el anexo con más tumbas. Ahí estaba la
lapida conmemorativa de Barea».
En
la lápida, realizada con un granito local muy erosionado, apenas
quedaba rastro de los nombres de Arturo Barea, de su mujer, Ilse
Kulcsar, ni de los de los padres de ella, refugiados judíos que huyeron del nazismo. Barea había pasado sus últimos años en esa finca gracias a la generosidad de Lord Faringdon, un personaje inglés de biografía apasionante.
Gavin Henderson,
segundo duque de Faringdon, podría tratarse del típico de personaje que
inspira un buen relato de ficción. Descrito como excéntrico y algo
afeminado, Lord Faringdon es conocido sobre todo por sus gestas
comprometidas, sorprendentes por provenir de un noble: acogió en su
finca a un grupo de niños supervivientes del bombardeo de Gernika y
convirtió su Rolls Royce en ambulancia antes de viajar con él a España y
transportar heridos en el frente de Aragón. Ya de regreso, cuando la
causa estaba perdida y más que olvidada, Faringdon ofreció a Barea y a
su esposa habitar una de las casas de su propiedad, el hogar en el que,
tras años de exilió, ambos morirían.
Conmocionado
por el mal estado de la lápida, Chislett regresó a España y contó el
suceso a un grupo de amigos íntimos que le ayudaron a restaurarla. El
catedrático de español en Oxford, Edwin Williamson, Elvira Lindo, Antonio Muñoz Molina, Gabriel Jackson, Javier Marías, Paul Preston… un reducido grupo de intelectuales que aportaron una pequeña cantidad para restaurarla.
La máquina de escribir de Barea, junto con la primera edición de The forge en inglés. Foto: Antonio Muñoz Molina.
Pero
Chislett no estaba dispuesto a dejarlo ahí. La sobrina de Ilse, una
octogenaria que aún vive en Londres, le habló de The Volunteer, el pub
preferido de Barea. Y Chislett volvió a convocar a la lista de
conocidos, esta vez para crear una placa en su honor. Un tributo que fue
diseñado, irónicamente, por Herminio Martínez, uno de esos niños supervivientes de Gernika. Las vivencias empezaban a trenzarse. Había comenzado la recuperación de Barea.
«Después me dije que era un poco raro que Barea estuviera mejor recordado en su país de exilio que en su país de origen». Así que Chislett decidió pedir al Ayuntamiento de Madrid una calle para él. Junto con Isabel Fernández y Yolanda Sánchez,
las otras dos promotoras, iniciaron una recogida de firmas y en poco
tiempo consiguieron recaudar dos mil quinientas peticiones.
Fascinada
por la generosidad de la iniciativa, me digo que necesito un testimonio
de otro de los benefactores, a ser posible local y con perspectiva
histórica. Elvira Lindo me recibe en su casa de Madrid. Desde la óptica
de alguien que se interesó por los primeros relatos de los abuelos, que
presenció los inicios de la democracia, hablamos de Barea, de la memoria
y de la guerra, de esas ondas concéntricas que aún nos llegan. Una
pregunta sobrevuela en todo este asunto y es la de por qué hemos
esperado tanto para rescatar figuras como la de Barea. Lindo no cree que
en España se haya hecho un pacto de silencio, más bien es de la opinión
de que en los primeros años de democracia, las historias de la guerra
no interesaban: «El país estaba entregado a una cultura
modernizadora en la que cabían poco estos temas. Ni siquiera en la
literatura. No se trataban. Todo lo de la guerra tenía un halo de
ranciedad para la gente». Lindo también me habla de la dimensión política: «Realmente
quien tenía que haber cumplido ese papel de recuperación fue el PSOE.
Alianza Popular no iba a hacerlo, eran hijos o descendientes de los
vencedores. El PCE era un partido importante pero mucho más pequeño y el
PSOE ganó las elecciones en el 82. Hubiera sido deseable que ellos
hubieran puesto sobre la mesa que había que compensar a los vencidos y
que era necesario sacar esa cultura del olvido».
Cuando
le pregunto a Chislett por este asunto, opina que es por una cuestión
temporal y de ausencia. Barea murió en 1957 y al contrario que otros
escritores, como Alberti, jamás regresó a su tierra.
El
regreso. Tal vez sea esa la respuesta. En lo que queda de nosotros
cuando nos marchamos. No solo en nuestra presencia, sino en la memoria
de los que aguardan. Los que viven para contarte. «Una guerra civil es un trauma muy grande para un país —prosigue
Lindo—. Necesitamos actos testimoniales que recuperen voces de gente
que vivió la guerra. Hacerlo de manera abierta. Ni rencorosa ni
resentida, pero con sentido de la justicia. Hay que reparar a la gente
que sufrió. El problema de la guerra es que le siguieron cuarenta años
de dictadura en los que la victoria se celebró hasta el último día. Eso
precisa una reparación para los que no ganaron. Para esas personas que
tuvieron que irse al exilio o tuvieron que vivir aquí al día siguiente
siendo humillados».
Creo compartir lo que Elvira Lindo me cuenta. Cuando
era pequeña yo también pedía a mis abuelos que me contarán historias de
la guerra. Tenían un tono épico, como de antiguas gestas. Y, sin
embargo, eran reales. Aunque puede que hubieran vencido al tiempo por lo
inverosímil de esa realidad.
Los de mi generación hemos preguntado sin filtros, sin costuras, con
inocencia. Con la tranquilidad del que se ve seguro y sin nada que
temer. Puede que haya llegado el momento de hablar en serio de esa
maldita guerra. Aunque Elvira me advierte, no es tan sencillo: «En
España se dejó de hablar de la guerra durante tanto tiempo que te pones
ahora a discutir con la misma vehemencia que como si estuviera
reciente. Y si no somos capaces de hablar de la guerra sin considerar al
otro sospechoso de algo, es imposible hablar de ello». De ser así, tal vez en este caso debiéramos empeñarnos en reivindicar la esencia. Hablar simplemente de literatura.
Como
condición para solicitar la calle, Chislett pidió dos requisitos
indispensables: que no se quitara el nombre de otra persona para colocar
el de Barea y que la petición no fuera amparada por la Ley de la
Memoria Histórica. Me sorprende descubrir este dato y le pregunto el
motivo: «Queríamos que los cuatro partidos aprobaran la calle,
que fuera unánime. Y tal vez de otro modo no lo hubiéramos conseguido.
Además, no queríamos politizar el asunto. Barea es de todos, aunque él
fuera de izquierdas».
Otra
condición deseable era que el nombre de Arturo Barea estuviera
localizado en el barrio de Lavapiés, el lugar donde se crió y que tan
bien se refleja en La forja de un rebelde. Hubo algún que otro requiebro. En un principio, el Ayuntamiento planeó sustituir la calle del general Asensio Cabanillas
por la de Barea, pero después rectificó. Finalmente se acordó que el
escritor tuviera su plaza en Lavapiés, justo delante la famosa corrala
de Mesón de Paredes, frente a las Escuelas Pías. Esas que el mismo Barea
vio arder. Un lugar que llevaba aguardándole desde su partida, pues
curiosamente jamás tuvo un nombre asignado.
Chislett me dice que desde que comenzara esta aventura, percibe un
rumor, como si algo se estuviera tejiendo entre la gente. En un acto del
Ateneo, el pasado mayo, se sorprendió al descubrir el gran número de
personas que acudieron a conmemorar a Barea. También la iniciativa
ciudadana que hace unos meses recorrió Lavapiés, enlazando su obra, su
barrio y su memoria. El hispanista inglés cree que se debe a una especie
de culto. Una admiración que permanecía en la sombra y que ahora está
aflorando en las personas cuyos padres conservaron los libros. Tal
vez lleve razón e hizo falta que llegáramos nosotros, los nietos, y que
empezáramos a preguntar. Nosotros, los que nacimos en democracia y
descubrimos la trilogía arrumbada en una estantería. Que aún nos
sorprendemos del tono sepia que adquieren estas historias en blanco y
negro.
Antes
de marcharme de su casa, Elvira me lleva a ver un tesoro: la máquina de
escribir de Barea. Un aparato rescatado del olvido que llegó a ellos
por casualidad. Lo único de Barea que ha regresado a España es esa
máquina de escribir inglesa. Ni siquiera las trece cajas que la sobrina
de Ilse conserva en Londres y que contienen todo lo que queda de él
volverán a su tierra. Se quedarán en la Biblioteca Bodleian de la
Universidad de Oxford, en Inglaterra, el país que le propició un final
tranquilo y que incluso le otorgó un pasaporte. Al ser inglesa, la
máquina no tiene tecla de tildes. En los manuscritos originales que
quedan, Barea había escrito todas con un lápiz azul. Se aseguró de no
perder ni uno solo de los atributos de su lengua. Como si de una
metáfora del exilio se tratara, se empeñó en no olvidar sus orígenes.
Pero
nos falta contar la resolución de la aventura. De cómo Chislett
consiguió las firmas, la calle y fue aplaudido por el pleno del
Ayuntamiento. Me lo confiesa, orgulloso, y pienso que no es para menos.
Pues alguien que nos ha recuperado la memoria de Barea sería digno de
otro homenaje. Pienso que estamos en deuda con su empeño. A él le
debemos que Barea regrese al barrio que le vio crecer.
Quien
haya vivido alguna vez en Lavapiés, será de allí para siempre. Cuando
me mudé a ese barrio, buscando redefinir mi vida, alguien muy querido me
hizo esa advertencia. Años después, tras constatar los testimonios de
amigos y conocidos, puedo decir que la afirmación es cierta. Pero lo que
no esperaba es que también lo fuera para Barea:
Puede que estas líneas, extraídas del primer tomo de La forja de un rebelde, sean motivo suficiente. Lavapiés, el barrio que acoge a todo el mundo, es el que debe albergar su recuerdo.
No
vimos a Barea regresar, pero aún conservamos sus calles. Ese escenario
que retrata fielmente en sus libros. El mejor modo para contarle. El
lugar en el que consiguió zafarse para siempre del olvido.
*
El acto-homenaje a Arturo Barea, la inauguración de la plaza que
llevará su nombre, tendrá lugar en Lavapiés el próximo sábado 4 de marzo
a las 10:30 horas. Será un acto conmemorativo y abierto al público...
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