
Lo que viene ya ha llegado: O en vísperas de, digamos, el fascismo. Una periodista húngara, lo recordamos, puso la zancadilla a un refugiado sirio que pedía ayuda a los ... Hace unos días OXFAM nos daba una noticia que es, al mismo tiempo, un retrato y una moraleja: nos decía que las ocho personas más ricas del mundo poseen tanta riqueza como la mitad de la humanidad. Pero veamos. Es más fácil imaginarse la vida concreta de ocho personas, para bien y para mal, que la de 3.600 millones; los primeros viven en este mundo, al alcance de la mano, y puede apetecernos matarlos o acariciarlos, pero poseen una consistencia individual que, de algún modo, los pone ya a cubierto de cualquier amenaza. Del otro lado, los 3.600 millones de seres humanos que les sirven de contrapunto viven, si se quiere, en otro país, el de las cifras muy altas, inalcanzable para la imaginación, donde no podemos ni matarlos ni acariciarlos, porque ninguna de nuestras manos –ni siquiera la virtual– llega hasta ellos. A partir de cierto número, los pobres, los refugiados, los muertos ya no caben en ningún sitio, ni siquiera en nuestras cabezas, y huyen ellos solitos a otro mundo en el que, en todo caso, no molestan. Otra cosa sería que Bill Gates, Amancio Ortega, Warren Buffet, Carlos Slim, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg, Larry Ellison y Michael Bloomberg se reunieran con bates de béisbol para apalear a un niño de seis años.
Dejemos a un lado las pretensiones neoliberales de que esas ocho
personas han hecho su fortuna en paralelo a la pobreza creciente de una
mayoría, y que por eso dicha mayoría –como ocurre a veces de hecho–
debería más bien admirarlos e imitarlos; y dejemos a un lado también mi
invitación demagógica a imaginarlos con bates aporreando a un niño de
seis años (o a un inmigrante desnudo). Lo malo, en todo caso, no es que
en el combate imaginario entre ocho personas y 3.600 millones las ocho
personas derriben por KO en el primer asalto a media humanidad. Lo malo
es que nosotros –digamos los europeos de clase media como yo– podemos
quizás indignarnos frente a la noticia emblemática de OXFAM, retrato de
nuestro mundo, pero jamás nos imaginaremos huyendo al mundo de las
cifras muy altas; jamás nos imaginamos del lado de los 3.600 millones de
seres humanos que sirven de contrapeso a la fortuna de las ocho
personas más ricas del planeta. ¿Dónde estamos? ¿Desde dónde hablamos?
Es un problema, sí, de imaginación, que es lo primero que se pierde –y no la verdad– en una guerra. O en vísperas de, digamos, el fascismo.
Una periodista húngara, lo recordamos, puso la zancadilla a un
refugiado sirio que pedía ayuda a los presuntos humanos de nuestro
continente. Los periodistas en general no hacen eso, ni los lectores
indignados de los periódicos ni los ciudadanos decentes que, cada vez
con más frecuencia, votan sin embargo a partidos zancadilleadores.
Los europeos de clase media somos, de alguna manera, como las ocho
personas más ricas del planeta. Ellos no apalean niños de seis años;
nosotros tampoco ponemos la zancadilla a refugiados. Ellos están
convencidos de que han hecho su fortuna en paralelo al declive material
de la mitad de la humanidad; nosotros estamos convencidos de que hacemos
la compra, amamos a nuestros hijos y votamos a nuestros gobiernos en
paralelo a las vidas –y tragedias– de las personas que ahora llaman a
nuestras puertas. Si 3.600 millones de seres humanos acudieran
físicamente a mendigarles (¡sólo a mendigar!) una parte de sus fortunas,
Bill Gates y sus compañeros plutócratas no sacarían los bates del
armario; el gobierno, la policía, el ejército y, llegado el caso, los
aviones de combate se encargarían de pararles los pies. Con los europeos
pasa lo mismo. Unos pocos extremistas sacan los bates de béisbol o
ponen la zancadilla. Pero, en general, no. Somos moderados y decentes y
odiamos sinceramente la violencia. Cuando unos pocos miles de humanos
forasteros, huyendo de guerras y dictaduras, vienen no a acusarnos, no,
como quizás deberían hacer, sino a pedirnos refugio en invierno, dejamos
que los gobiernos, la policía y los ejércitos se ocupen de mantenerlos
lejos de nuestra vista, en el mundo de las cifras altas, donde los
golpes no duelen, los niños no lloran, la nieve no es fría. Y si nos
llegan fotos del mundo de las cifras altas evocan tan nítidamente las de
un pasado felizmente vencido –enlatado en las obras de ficción–, que
nos afectan de la misma manera que las películas: lloramos, sí, pero la
realidad es nuestro supermercado, el amor a nuestros hijos, la
inseguridad de nuestros barrios.
Lo primero que se pierde la víspera del fascismo es
la imaginación, que retrocede de nuevo hacia lo más pequeño y hacia lo
más próximo. En algunos de mis libros hablo de esta diferencia entre imaginación y fantasía. La fantasía es
peligrosa, porque ignora los límites y atropella las criaturas
concretas: la raza aria, la grandeza de la nación, la gloria o la
riqueza abstracta son ejemplos de fantasía potencial y –realmente–
devastadora. Frente a ella, la imaginación empieza desde abajo y
desde muy cerca, un guisante, un hijo, un enamorado, y desde allí, a
través de mediaciones concretas, puede expandirse horizontalmente hasta
los mismos límites del universo. Se pueden salvar todos los guisantes
del mundo; se puede querer a todos los hijos del mundo; se puede amar el
amor de todos los enamorados del mundo. La fantasía mata, la imaginación cura.
El primer síntoma de una crisis civilizacional es que la imaginación,
lanzada sin fronteras, se detiene, se contrae y regresa a los límites
del propio guisante, del propio hijo, del propio enamorado. El primer fascismo europeo, el del siglo XX, fue un proyecto de la fantasía –la
raza, el hombre nuevo, la peligrosa aventura colectiva– que ciñó de
manera férrea el recinto de la imaginación en reducidos círculos
comunitarios. El segundo fascismo, el que ahora viene, es inicialmente menos dañino porque, tras décadas de soltería consumista, no es el resultado de ninguna propuesta fantástica colectiva,
pero el empobrecimiento de la imaginación que lo acompaña es, si se
quiere, aún más radical: nuestra empatía no va más allá de nuestra
cocina y nuestro dormitorio, mientras seguimos consumiendo en las redes,
sin compromiso y en paralelo, fantásticamente libres, el dolor de los
otros.
Ahora bien, a las ocho personas más ricas del planeta les
resulta fácil mantenerse separadas de esos 3.600 millones que
rivalizarían, todos juntos, con su riqueza: de ese sujeto
multimillonario multicéfalo e inofensivo. A los europeos de clase media
nos resulta, al contrario, cada vez más difícil representarnos nuestra
vida sin los que la amenazan desde fuera. Esos dos mundos ya no son del todo paralelos. De pronto percibimos –con los dedos y con el hígado– que entre nosotros y ellos sólo
se levanta un débil –debilísimo– tabique. De este lado de la pared, los
europeos, al menos desde 2008, no nos sentimos tan seguros: la crisis
económica, el retroceso del Estado del Bienestar, la erosión de las
instituciones públicas. Al mismo tiempo, en esa fortaleza debilitada
–hasta hace poco tiempo tan confortable- de vez en cuando estallan
bombas que nos recuerdan que también aquí existen los cuerpos. Del otro
lado, más allá de esta pared cada vez más fina, los refugiados golpean
con los nudillos y empujan hacia adentro, como los caminantes blancos en
Juego de Tronos. La fantasía avanza y la imaginación retrocede: una vez
más la fantasía deforma, deshuesa y deshumaniza a los otros mientras que la imaginación se contrae y pasa a reconocer sólo a los nuestros.
Los
mecanismos psicológicos del fascismo son terrible e ingenuamente
eficaces. Es así de simple: uno tiene miedo, lucha contra él, se
recuerda e intenta disciplinadamente imponerse valores y principios
universales cada vez más incompatibles con la supervivencia cotidiana –y
con el modelo ofrecido por nuestros políticos y nuestros sacerdotes— y de pronto una voz autorizada, desde una tribuna pública –una facha inteligente, un millonario obrero,
un cabrón gracioso– te da permiso para rendirte; y, aún más, te
convence de que rendirse no sólo es necesario, sino decente. A partir de
ahí la fantasía va ganando terreno, la imaginación va perdiéndolo, y la
zancadilla de la periodista húngara deja de ser un lapsus físico
aislado, para convertirse en un principio ético, en un imperativo
nacional, en un programa de gobierno.
Hace unos días veía el Napoléon de Abel Gance, la famosa película muda de 1927. En la primera escena la cámara se cierra sobre un niño de once años que se ha vestido de Napoleón e imita a Napoleón: ¡es Napoleón en el colegio! Eso es lo que Aristóteles
llamaba “entelequia”: el hecho de tratar las cosas como si hubieran
sido siempre aquello que llegarán a ser con el tiempo. No vamos a
reconocer a Hitler: no se llamará de ese modo ni tendrá
bigote. No vamos a reconocer el nuevo fascismo porque no se llamará
así; porque de hecho, cada vez que lo llamamos así, perdemos de vista el
objeto. Basta pensar en que el destropopulista Boris Johnson acaba de llamar “nazi”… ¡a François Hollande! Que no lo reconozcamos es quizás, en todo caso, la prueba de que ya habita entre nosotros.
La fantasía mata, la imaginación cura.
Necesitamos un discurso que frene la fantasía, siempre destructiva, y
extienda la imaginación, hoy de nuevo contraída entre los nuestros;
y una política que defienda las instituciones. Me voy a atrever a
nombrar ese programa, frente a su equivalente inverso de derechas, como comunismo democrático conservador. Una sola vez. Ahora olvidemos las etiquetas.
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