Lo que fue la Guerra de España para Gerald Brenan

Gerald Brenan (Edward Fitgerald Brenan)
Sliema, Malta, 7 de abril de 1894 - Alharín en Grande, 19 de enero de 1987)


El 19 de enero de 1987 fallecía en Alhaurín el Grande, Málaga, el escritor e hispanista Gerald Brenan. Le recordamos con el Epílogo de El laberinto español, publicado por primera vez en 1943 y prohibido en la España franquista. La Editorial Ruedo Ibérico consiguió que esta obra viera la luz en Paris en 1961. 

«El vencido vencido y el vencedor perdido»

La junta militar y el grupo de políticos de derechas que se alzaron contra el gobierno en julio, esperaba ocupar toda España, excepto Barcelona y quizá Madrid, en pocos días. Tenían a su disposición la mayor y mejor parte de las fuerzas armadas del país: la guardia civil, la Legión Extranjera, una división de tropas moras del Marruecos español, cuatro quintas partes de los oficiales de tropas moras del Marruecos español, cuatro quintas partes de los oficiales de infantería y artillería y cierto número de regimientos reclutados en el norte y, por lo tanto, de confianza. También contaban con las levas carlistas o «requetés», quienes habían estado ejercitándose secretamente durante algún tiempo y tenían también la promesa de tanques y aviones alemanes e italianos si era necesario. Contra todo eso el gobierno tenía solamente a la guardia de asalto y una pequeña y mal armada fuerza aérea. Pero, el plan de los rebeldes fue deshecho por el tremendo coraje y entusiasmo con que el pueblo se alzó para defenderse a sí mismo y por la lealtad de la marinería, que en el momento crítico les privó de la soberanía de los mares. Como cada lado poseía el control de una mitad de España, la guerra civil resultó inevitable.

En la esfera política las cosas no siguieron la línea que era de esperar. Después de un período de violenta revolución social, los «rojos» o «leales», como eran llamados los partidos que sostenían a la República, empezaron a inclinarse cada vez más hacia las derechas tomando, como sus eslóganes, «respeto hacia la propiedad del campesino», «no intervenir en los negocios de los pequeños comerciantes» y «no socialización de la industria». Al mismo tiempo adoptaron una actitud nacional y patriótica en defensa de su país contra la invasión extranjera. Lo que pareció extraño es que el principal propagandista y defensor de esta política fuese el numéricamente débil, pero en realidad muy influyente, Partido Comunista. Por su parte, los «nacionales» se sentían cada vez más bajo la influencia alemana e italiana y, para proporcionar a su bando algún apoyo de las masas, se vieron obligados a dejar la mayor parte del poder político a los falangistas y a aparecer con un programa social que, de haber sido tomado en serio, hubiese sido más drástico que todo lo hasta entonces propuesto por la República.

El resultado de la guerra fue decidido por la ayuda extranjera. Mientras había poco para elegir entre la competencia o incompetencia política y militar de ambos lados, casi todo el sostén de masas, entusiasmo y espíritu de sacrificio estuvieron de parte de la República. Los falangistas demostraron ser una simple Guardia de Hierro indisciplinada e irresponsable. Para un espíritu de cruzada, Franco sólo pudo contar con los carlistas. Pero la ayuda alemana e italiana fue mucho más poderosa que la de Rusia y por esta razón las fuerzas de Franco obtuvieron la victoria. 

Considerando primeramente el lado republicano, el alzamiento de las masas, que condujo a la derrota de la insurrección en Madrid y Barcelona, arrastró todo ante sí. El gobierno, que con el fin de impresionar a la opinión extranjera, estaba compuesto de liberales republicanos, conducidos por Giral, un amigo de Azaña, había perdido toda autoridad. Los trabajadores, a través de sus partidos y organizaciones sindicales se convirtieron en los auténticos conductores del país y en los organizadores de la guerra. Esto, podemos decir, fue la fase soviética de la revolución española y sería un error, creo yo, el considerarlo como un fenómeno puramente revolucionario en el sentido corriente de esta palabra. En algunas ocasiones anteriores, en la historia de España, el pueblo ha echado a un lado a sus débiles e ineptos gobiernos y tomado la dirección de los asuntos entre sus propias manos. Esto sucedió especialmente en la guerra contra Napoleón, cuando las juntas locales, compuestas por hombres de todas las clases y opiniones, pero especialmente de curas y de artesanos, fueron los órganos realmente efectivos de resistencia. Aquella fue también, en cierto aspecto, una guerra civil, como la de 1936 puede igualmente ser considerada como una guerra de defensa contra el invasor extranjero. Así, fue natural que las juntas de 1808 fueran reencarnadas por los comités de trabajadores de julio-octubre de 1936. 

La función de aquellos comités era triple. Por medio de las milicias que armaban y organizaban, sostenían la guerra contra las fuerzas enemigas. Por el terrorismo destruían o intimidaban al enemigo que se hallaba en su zona. Tomaron las fábricas y las tierras que habían sido abandonadas por sus dueños y en un sentido u otro las hacían trabajar. Allí donde los comités eran anarquistas existía una política definida de colectivización que pretendía ser una preparación de la revolución social en marcha. 

Mucho se ha escrito sobre el terror rojo de los dos primeros meses. En el fondo fue un movimiento espontáneo, que correspondía a las necesidades de una guerra revolucionaria, en la que el enemigo de dentro es tan peligroso como el enemigo de fuera y, a pesar de muchas protestas públicas y privadas, concordaba perfectamente con la política y con los sentimientos de los partidos del Frente Popular, excepto de los republicanos. Las víctimas eran seleccionadas por comités integrados por los tres partidos de la clase trabajadora y ejecutadas por grupos pequeños de hombres que los sacaban de sus casas en las tranquilas horas de la noche y se los llevaban en automóvil. A más de estos «paseos», existían las ejecuciones en masa de fascistas sospechosos sacados de las cárceles por las turbas y fusiliados en represalias por algún raid aéreo o como pago por las atrocidades fascistas. Pero los actos más típicos del terrorismo de masas fueron los cometidos por la columna de Durruti en Aragón o por las milicias de Madrid, camino del frente. En su irresponsabilidad y falta de piedad, como también por sus implicaciones sicológicas, fueron el duplicado de las matanzas de septiembre de 1792. Las tropas, en su marcha hacia el frente, limpiaban el camino para la revolución y se aseguraban de que no capitularía el gobierno ni habría un alzamiento quintacolumnista en su ausencia.

La reacción contra este terror revolucionario empezó después del 25 de agosto, cuando las noticias de la matanza de Badajoz llegaron a Madrid. La indignación causada fue tan grande que una matanza general de los prisioneros políticos sólo pudo ser evitada por la creación, por parte del gobierno, de un tribunal revolucionario. Aunque este tribunal sólo juzgaba las causas por alta traición y rebelión, era una válvula de seguridad para la opinión pública, que por aquel tiempo ya empezaba a condenar las ejecuciones irregulares. Durante septiembre y octubre éstas disminuyeron grandemente, continuando sólo aquellas que se podían atribuir a los «incontrolables» y cuyos ejecutores solían ser grupos de terrotistas venidos de las filas anarcosindicalistas. Estas fueron también disminuyendo gradualmente, con ayuda de la misma FAI, de manera que a fines del año las «eliminaciones» no autorizadas habían cesado prácticamente. Su lugar vino a ocuparlo un terror policíaco que, bajo la creciente influencia comunista, era ejercido casi por igual contra miembros disidentes de las izquierdas que contra fascistas sospechosos. Aunque causó en comparación pocas muertes, pues si bien las prisiones estaban llenas las ejecuciones eran raras, dañó a la moral del lado republicano porque aumentó la atmósfera de sospecha y de odio mutuo entre los diferentes partidos antifascistas que debían haber cooperado lealmente.

La otra función importante de los comités fue la de apoderarse de las tierras, fábricas y negocios cuyos dueños habían desaparecido o eran considerados como reaccionarios, es decir, de casi todas las propiedades de todos los tamaños. No había una regla general para llevarlo a la práctica. El procedimiento fue dejado a la discreción de los comités locales y aun el gobierno del Frente Popular el 4 de septiembre, con Largo Caballero a la cabeza, se abstuvo de dictar cualquier política general sobre el particular. En el territorio dominado por la UGT las haciendas eran, por regla general, ocupadas por el ayuntamiento o por oficiales del Instituto de Reforma Agraria y los trabajadores continuaban siendo pagados con los mismos salarios de antes. A menudo no eran confiscadas, sino simplemente administradas en nombre del dueño, quien continuaba habitando en su casa y percibía una pequeña paga mensual. Solamente en aquellas áreas en que la Federación de Trabajadores de la Tierra, de la UGT, había establecido anteriormente colectividades se llevaron a cabo verdaderas colectivizaciones. El ejemplo cundió, los pequeños campesinos y labradores tomaron la cosa entre sus manos y los dirigentes de la Reforma Agraria hacían lo necesario para legalizar la situación. Esto sucedió por toda Castilla la Nueva y en la Mancha. Lo que nunca se pudo ver fue (excepto ocasionalmente en Cataluña y en Aragón) el reparto de tierras entre los campesinos. Esto fue debido a que, tanto la UGT como la CNT no lo veían con buenos ojos.

Los anarquistas, por otro lado, tenían su política de colectivización de la tierra y de la industria e hicieron todo lo posible por ponerla en práctica. Para ellos era éste el primero y más importante paso a dar en una revolución social. Lejos de mirar la guerra como una simple lucha contra el fascismo, veían en ella la oportunidad que habían esperado tanto tiempo de crear un nuevo tipo de sociedad y sabían perfectamente que si fracasaban en la realización de un hecho consumado en los primeros días de la lucha, serían barridos por los acontecimientos y derrotados. Más aún, creían que se ganaría la guerra solamente si la revolución social llegaba hasta las líneas de fuego. El bando que mostrara más espíritu de sacrificio y devoción a la causa era el que debía vencer, y para que los trabajadores se elevaran a las alturas pedidas por ellos, habría que darles alguna prueba de que les esperaba un mundo nuevo y mejor. Si esto se llevaba a cabo, la disciplina y organización tan cacareadas por los comunistas se impondrían automáticamente. Por esta razón, colectivizaron en los primeros días de la guerra todas las grandes y algunas de las pequeñas industrias de Cataluña, instaron a los campesinos para que colectivizaran, no solamente las grandes propiedades que habían sido expropiadas sino igualmente, sus propias tierras, y en algunos casos, aunque ello era contrario a sus tácticas oficiales, usaron de la fuerza para obligarlos a ello. Hubo a menudo una conexión entre las «eliminaciones» de dueños de fábricas y hacendados y estas expropiaciones.

¿Tuvieron éxito aquellas colectividades? Hay gran cantidad de evidencias que demuestran que lo tuvieron en algunos casos en un grado sorprendente. Hasta un observador tan escéptico como el doctor Borkenau quedó atónito ante la efectividad de algunas de las grandes industrias de Barcelona y muchos están de acuerdo en que las colectividades organizadas en el campo catalán trabajaron admirablemente. Debemos recordar, no obstante, que allí los anarquistas tenían a su disposición el ingenio y buen sentido de los negocios, tan característicos del pueblo catalán. Hemos visto cuan admirablemente funcionaban en Cataluña antes de la guerra las colectividades organizadas por las sociedades cooperativas. Fuera de esta región las colectividades anarquistas tuvieron menos éxito. En Andalucía fueron emprendidas de mala gana por la CNT y dejadas languidecer o, por el contrario, fueron impuestas por un pequeño número de militantes con espíritu fanático. Pero, hay que reconocer que en Andalucía había carencia absoluta de las necesarias máquinas agrícolas.

El final de estas grandes colectividades industriales no fue tan feliz como el principio. El gobierno central, y especialmente los comunistas y socialistas que lo integraban, querían ponerlas bajo el control directo del Estado. Con este designio, dejaron de proveerlas de créditos para poder comprar materias primas y así, tan pronto como las reservas de algodón se agotaron, las fábricas de tejidos dejaron de trabajar. Otras industrias que habían sido adaptadas a la fabricación de municiones estaban algo mejor, pero empezaban a estar cansadas de los nuevos órganos burocráticos del Ministerio de Abastacimientos, y en perpetua lucha para mantener su existencia independiente. A pesar de la ayuda que les dio la Generalidad catalana, el fin de la guerra las vio en camino de ser absorbidas por el Estado. En otras palabras, el hecho de que los anarquistas no fuesen lo suficientemente fuertes en los primeros días de la guerra para abolir el Estado completamente, explica el fracaso parcial de sus experimentos sobre las colectivizaciones libres. Ningún gobierno, y menos aún los que han nacido en tiempos de agitación, puede permitir que las grandes industrias del país se gobiernen a sí mismas, aunque, en este caso, la posición de Cataluña frente a Madrid daba lugar para una excepción.

Entretanto, las fuerzas insurgentes, con la ayuda de cierto número de tanques y de escuadrillas de aviones de bombardeo italianos, habían llegado hasta los suburbios de Madrid siendo contenidas en aquel punto. Del lado de los insurgentes reinaba también el terror. Parece probable que los generales y políticos que habían iniciado la revuelta hubieran pensado en cierta dosis de terrorismo con el fin de intimidar a sus enemigos y para librarse de los más peligrosos de los dirigentes de los partidos de la clase trabajadora del lado opuesto. Pero, debido al fracaso del golpe de estado y a la erupción de milicias falangistas y carlistas con sus listas de víctimas previamente preparadas, la escala de las ejecuciones que tuvieron lugar excedió a todas las precedentes. Andalucía, en donde los partidarios de Franco eran una ínfima minoría, y donde el comandante militar, Queipo de Llano, era una figura patológica, que recordaba al conde de España de la primera guerra carlista, fue anegada en sangre. La famosa matanza de Badajoz fue simplemente el acto culminante de un ritual que había sido representado en cada ciudad y pueblo del sudoeste de España.

El norte no escapó tampoco a la matanza. Cualquiera de quien se supiese que había estado en conexión con el movimiento republicano, a menos que buscando seguridad hubiese ingresado en la Falange, era fusilado sin piedad. Francmasones de la clase media y liberales fueron víctimas igualmente que comunistas y socialistas. Se repetían hasta causar histeria leyendas de atrocidades cometidas en el otro lado. Desgraciadamente la Iglesia, que podía haber representado un elemento moderador, aplaudía estos horrores. Todo lo que sus enemigos habían dicho de ella parecía ser verdad cuando se veía que bien pocas voces se alzaban en nombre de la caridad cristiana para oponerse a este torrente de ejecuciones. Cuántos cayeron delante del piquete de ejecución es imposible saberlo, pero los relatos de testigos, que acentúan la prolongada y sistemática naturaleza de la «purga», junto con la evidencia de la historia, que demuestra que el terror blanco es peor que el rojo, nos conduce a suponer que, por cada persona ejecutada en el territorio del gobierno, dos o tres fueron ejecutadas en la zona rebelde durante los seis primeros meses de la guerra. En Andalucía la proporción fue probablemente mayor.

El método de ejecución fue similar al del lado republicano. Las víctimas eran sacadas de sus casas, llevadas en camionetas conducidas por jóvenes falangistas y carlistas, hacia las afueras de la ciudad y fusiladas allí mismo antes del amanecer. Nada es tan semejante, dijo Galdós, a un alzamiento de españoles revolucionarios, como un alzamiento de españoles reaccionarios. Pero también hubo ejecuciones sin previo juicio todos los días en las prisiones y ello durante largo tiempo, hasta el extremo que se llenaron y se vaciaron repetidas veces por ese sistema. Esto no sucedía con tanta extensión en el otro lado porque las autoridades republicanas eran fuertemente opuestas al terrorismo y pusieron fin al mismo tan pronto como les fue posible, mientras que del lado nacionalista eran los terroristas mismos, falangistas y carlistas, los que tuvieron a su cargo la organización de la retaguardia durante toda la guerra. Pasó el tiempo, regularizando un tanto la situación, y las ejecuciones disminuyeron. No obstante, volvían a las andadas cuando algún palmo de territorio había sido conquistado. La voluntad de exterminar a sus enemigos nunca faltó a los nacionalistas.

El factor decisivo en la guerra fue, como ya se ha dicho anteriormente, la intervención extranjera. Alemania e Italia sostuvieron a los generales rebeldes desde el principio. Stalin solamente se decidió a intervenir en septiembre. Debe advertirse que hubo diferencia en el método de prestar ayuda. Los dictadores fascistas trataron directamente con Franco y sus generales enviándoles el material de guerra. Aunque animaban a los falangistas nunca hicieron de ellos sus representantes en España, sino, como ya habían hecho en Rumania, les tuvieron como una especie de levadura o fermento para presionar sobre el gobierno. Stalin, de otra parte, vio que las armas que enviaba y las brigadas internacionales que organizaba le asegurarían el dominio del Partido Comunista. Se podía confiar en que éste por sí solo miraría por los intereses soviéticos.

La política a seguir por ellos en España está contenida en una carta escrita por Stalin a Largo Caballero y fechada el 21 de septiembre de 1936. En ella le recomienda que se atraiga a los campesinos solucionando las cuestiones agrarias y reduciendo los impuestos; atraerse también a la pequeña burguesía, impidiendo las confiscaciones y respaldando sus intereses; introducir a los dirigentes republicanos en el gobierno, y tranquilizar al capital extranjero. Hay que reconocer que, desde el punto de vista de ganar la guerra, estos consejos eran extremadamente sensatos. El sostén de la clase media, que se había hecho profundamente antagónica por las expropiaciones de los anarquistas, era muy importante. Los campesinos necesitaban también ser tranquilizados y satisfechos. Era también urgente el ganarse las simpatías de las democracias, que habían quedado un tanto perplejas ante las confiscaciones y el terrorismo. Como muchos preveían por aquel tiempo, la guerra se perdería o se ganaría en Londres. Esta era la política que más se acomodaba con los mismos comunistas. Rusia es un país totalitario gobernado por una burocracia. La mentalidad de sus dirigentes, que se han elevado a través del más terrible alzamiento de la historia, es cínica y oportunista. Toda la construcción del Estado es dogmática y autoritaria. Esperar que semejantes hombres puedan dirigir una revolución social en un país como España, en donde el más ardiente idealismo está combinado con una gran independencia de carácter, está fuera de lugar. Los rusos pueden, es verdad, pedir mucho idealismo a sus admiradores extranjeros, pero con él solamente pueden llevar a la creación de un Estado burocrático de hierro en donde todos piensan igual y en donde cada uno obedece las órdenes de su superior.

Otro factor que los empujaba a tomar posición más bien en la derecha que en la izquierda del movimiento del Frente Popular fue el profundo disgusto que sentían por todos los revolucionarios españoles. Nadie es tan severo con los excesos de la juventud como los libertinos reformados o convertidos. Los comunistas sentían un odio inmenso y una gran reserva hacia lo que ellos llamaban trotskismo, palabra que servía para cubrir igualmente al pedante marxismo del POUM, al moral y revolucionario entusiasmo de los anarcosindicalistas y a las izquierdas socialistas. Como ya hemos dicho, probablemente estaban en lo justo en su apreciación de que el momento de aquellos partidos había pasado. En la misma España una revolución triunfante no puede ser llevada a buen término por obreros y campesinos sin tierra sin la ayuda de una amplia sección de lo más enérgico y capacitado de la clase media. Pero semejante admisión envolvía una contradicción de todo lo que habían dicho y hecho en el pasado. Cuando acusaban a los anarquistas de ser un «ala infantil de las izquierdas» olvidaban que solamente dos años antes habían sido los más extremistas e intratables de todos los partidos y organizaciones revolucionarias del país. 

Como hemos visto, la intervención rusa dio a los comunistas una posición que no habrían tenido nunca de otro modo en España. El poder de distribuir las armas que llegaban puso a los anarquistas en sus manos. La CNT aceptó la situación y rompió el más sagrado de sus tabúes entrando a formar parte del gobierno. El prestigio de la Brigada Internacional, que había salvado a Madrid, fue otro factor. Además, parece ser que Stalin había estado en lo cierto al pensar que una moderada línea de izquierda era la que más prometía en el futuro para su partido. Incapaces de atraerse a los trabajadores manuales, que permanecían firmemente en sus sindicatos, los comunistas fueron un refugio para todos aquellos que habían sufrido por los excesos de la revolución o que tenían miedo a ser arrastrados por la misma. Naranjeros católicos, «buenos para todo», de Valencia, campesinos de Cataluña, pequeños tenderos y hombres de negocios, oficiales del ejército y empleados del gobierno entraron en sus filas. En Cataluña, donde el miedo y el odio hacia los anarquistas era muy grande, fueron lo bastante hábiles para combinar los varios grupos socialistas (todos eran de la derecha y había pocos trabajadores manuales) en un solo partido, el PSUC que fue afiliado al Komintern. Algunos miembros de la Esquerra y de los Rabassaires ingresaron en este partido, como también ciertos ricos fabricantes ocuparon buenos puestos en el mismo. Así, nos hallamos ante una nueva y extraña situación: de un lado estaba la gigantesca masa proletaria de Barcelona con su larga tradición revolucionaria y del otro estaban los empleados y la pequeña burguesía de la ciudad, organizados y armados por los comunistas contra aquella.

Pero, seria un error suponer que los comunistas debían su éxito, simplemente a su control de las armas enviadas por Rusia y a su aversión por la revolución social. Poseían además un dinamismo que no tenía ningún otro partido del gobierno español. Poseían además un dinamismo que no tenía ningún otro partido del gobierno español. Por su dinamismo, su capacidad de organización, su orientación y, sobre todo, su conocimiento de la técnica moderna política y militar, representaban algo nuevo en la historia de España. Con fervor de misioneros (la mayor parte de la juventud estaba con ellos), se propusieron vencer la tradicional inercia y pasividad del temperamento burocrático español. Hay que admitir que con los relativamente escasos medios de que disponían tuvieron bastante éxito en su empeño. Crearon de la nada un magnífico ejército y un estado mayor que obtuvo victorias contra poderosos enemigos. Su propaganda fue hábil e ingeniosa. Durante dos años fueron el corazón y el alma de la resistencia antifascista. Comparados con los falangistas del otro lado, que nunca fueron más que una pálida imitación de sus maestros italoalemanes, muy aplicados a limpiar la retaguardia pero cuidadosos de no arriesgar sus vidas en la batalla, la superioridad es evidente. Pero no fue fácil a los otros partidos el entenderse con ellos. Tenían una creencia fija de su superior conocimiento y capacidad, siendo incapaces de una discusión racional. Les salía por los poros su espíritu rígido y totalitario. Su sed de poder y mando era insaciable, con una carencia absoluta de escrúpulos. Para ellos, ganar la guerra significaba ganarla para el Partido Comunista y estuvieron siempre dispuestos a sacrificar cualquier ventaja militar con el fin de impedir a otro partido rival, de su mismo bando, que fortaleciera su posición. Así, mantuvieron el frente de Aragón sin armas, para exasperar a los anarquistas, e impidieron una ofensiva verdaderamente prometedora en Extremadura porque el éxito de la misma hubiera recaído sobre Largo Caballero.

Quizá más grave que todo esto fue su falta absoluta de moral y de integridad política. Su oportunismo se extendía hacia todas las cosas. Parecían no tener programa que no pudiera ser invertido, si esta inversión les prometía una ventaja, y estaban igualmente dispuestos a servirse de la clase media contra el proletariado, como del proletariado contra la clase media. No hay duda de que los métodos históricos del marxismo encierran en sí mismos una gran cantidad de elasticidad. Su marcha atrás en tantos de sus dogmas pasados recuerda los hechos de aquellos misioneros jesuítas del siglo XVII que, para mejor convertir a los chinos, suprimían en sus predicaciones toda alusión a la crucifixión. Esta comparación no puede ser más exacta. Por su devoción hacia una institución más bien que hacia un ideal, hacia un papa extranjero más que a una comunidad nacional seguían el camino trazado por Ignacio de Loyola. Su actitud en España era muy parecida. Del mismo modo que los jesuítas del tiempo de Laínez volvieron la espalda al gran movimientu místico y ascético de su tiempo y trabajaron para reducir todas las cosas a un nivel muerto de obediencia y devoción, así los comunistas mostraron que la gran cantidad de sentimientos que acompaña a una revolución eran desconocidos por ellos. Ponían mal gesto en todos sus impulsos, tanto los creadores como los crueles y aplicaban un espíritu severamente práctico a todas sus manifestaciones. Así, no solamente desaprobaban las colectividades industriales y campesinas que se habían formado espontáneamente, e inundaban el campo de una policía que, como la OGPU rusa, actuaba más bien bajo las órdenes del partido que bajo las del Ministerio de Gobernación, sino que con sus perpetuas intrigas y maquinaciones roían la fibra de los varios partidos del Frente Popular y de las dos grandes centrales sindicales de cuya firmeza y solidaridad dependían las fuerzas republicanas.

El efecto sombrío de esta actitud no puede ser exagerado. Los movimientos revolucionarios surgen de abajo y son nutridos con nuevos deseos e impulsos. España es precisamente una tierra en la que semejantes impulsos burbujean constantemente en la superficie viniendo de lo más profundo. En ningún país de Europa hay tanta espontaneidad de palabra y de acción, tan diferentes de la restricción y de la reglamentación. Cuando en medio de la guerra de liberación los comunistas aparecieron como profesionales y expertos, no se dedicaron a armonizar esos impulsos y dirigirlos hacia una victoria militar, sino que hicieron todo lo posible por suprimirlos completamente. Su naturaleza y su historia les hizo destruir lo local y espontáneo y poner toda su fe en el orden, la disciplina y la uniformidad burocrática. Se puede replicar que estos deseos de orden corresponden a una fase inevitable de todas las revoluciones. Pero los comunistas no eran, como Robespierre y Bonaparte, el producto de un fenómeno nativo, sino que eran un producto de importación, ya preparado, venido de fuera y que actuaba bajo las órdenes e intereses de un dictador extranjero. He aquí por qué, con todo lo rápido que fue su progreso y con todo lo fecundo que es el suelo español para toda semilla burocrática, nunca consiguieron arraigar en él firmemente.

Podemos ahora, a la luz de estas observaciones, examinar brevemente la historia de la guerra del lado de la República. A fines de 1936, el período de los comités y de la revolución social había pasado y el bien armado PSUC se enfrentaba con la CNT en Cataluña. Un estado de tensión se creó al instante. La primera crisis vino en enero. La presión comunista sobre el gobierno era grande y por un momento se pensó en la inminencia de un golpe de Estado y de que las brigades internacionales marcharían sobre Valencia. Pero, hubo una combinación de todos los partidos contra ellos obligándolos a apartarse un poco del camino. No obstante, la cuestión de un aumento de su poder no era la sola cosa que ambicionaban. Querían un ejército regular, en lugar de las milicias; el fin de todas las medidas revolucionarias; una centralización más grande y una conducción más eficiente de la guerra. En esto último Prieto y Negrín con casi la mitad de los socialistas y todos los republicanos, los sostenían. En otro lado estaba el jefe del gobierno Largo Caballero, con su grupo socialistas de izquierdas y toda la CNT. Los acontecimientos se precipitaron cuando en mayo, de resultas de un incidente mal conocido, hubo tres días de lucha en las calles de Barcelona. La masa de la CNT y de la FAI no se movió y sus dirigentes hicieron todo lo posible por poner fin al conflicto, pero esto no impidió a los ministros comunistas el pedir la completa supresión de los sindicatos de Cataluña y que la prensa catalana y la policía se subordinaran en la práctica al control comunista. Largo Caballero rechazó estas exigencias, pero la insistencia comunista consiguió la supresión del POUM, quien, como hereje trotskista, era especialmente odiado por Stalin, y la acusación a sus dirigentes de los absurdos cargos de traición y colaboración con el enemigo. Aunque los otros miembros del gobierno evitaban cualquier ejecución, Andrés Nin, la principal figura del POUM (Maurín estaba en poder de Franco) fue secretamente asesinado en la cárcel. Pocos fueron los que lloraron la suerte de estos marxistas de izquierda y los anarquistas no podían por menos que considerarse los próximos en la lista.

Los sucesos de Barcelona ocasionaron la caída del gobierno de Largo Caballero. Prieto como ministro de Defensa y Negrín como ministro de Hacienda lo sucedieron con un gabinete en el que se encontraban comunistas y republicanos, pero no anarcosindicalistas. Prieto, llevado al poder de los comunistas, se vio pronto en serios conflictos con ellos. El terreno principal de su desacuerdo fue la cuestión del control del ejército. Los comunistas estaban intentando aumentar su apoyo e influencia sobre todas las fuerzas armadas y Prieto estaba determinado a oponerse a ello. Todos recordaban que después de la última guerra civil el ejército había gobernado el país durante toda una generación. Si los comunistas podían poner las tropas a su lado serían capaces, como lo habían sido los liberales en 1840, de imponer una dictadura militar. Los medios por los cuales esperaban realizarlo eran el nombramiento de oficiales comunistas y la propaganda llevada a cabo por los comisarios políticos. Gracias a los buenos oficios de Álvarez del Vayo, quien estaba en el Comisariado de Guerra desde octubre de 1936, casi todos los comisarios eran comunistas, pero la asignación era de uno por batallón y ellos insistían ahora para que fuese uno por compañía. Se dijo que la Pasionaria había advertido a Prieto que si no se hacía así no habría más ayuda de parte de Rusia. Gracias a la política anglo-francesa de no intervención, los comunistas tuvieron en las armas de Rusia una palanca que no les falló nunca, pues cualquiera que fuese la inclinación política íntima de los ministros socialistas y republicanos, sabían que un rompimiento con Stalin era la pérdida inmediata de la guerra. Prieto se inclinó ante lo inevitable y abandonó el gobierno (abril de 1938).

Después de esta dimisión, que condujo a una reorganización del gabinete, la influencia comunista alcanzó su punto culminante. El ministro de Justicia vasco, Irujo, y el ministro de la Esquerra dimitieron como protesta y la dirección de la guerra quedó en las manos de Negrín, Álvarez del Vayo y el comunista Uribe. Los comunistas, de hecho, eran indispensables y Negrín, cuyas opiniones políticas estaban mal definidas y que ponía por encima de todo la necesidad de ganar la guerra, tuvo cuidado de mantener una estrecha relación con ellos.

Los últimos meses de la lucha vieron, no obstante, una disminución de su fuerza. Gradualmente durante los dos últimos años se habían infiltrado y penetrado a la manera nazi, en los distintos órganos de la administración y del ejército hasta tener ahora en sus manos muchos de sus puntos estratégicos. Como ya hemos visto, casi todos los comisarios políticos del ejército eran comunistas y el subsecretariado de Propaganda, que era el departamento del gobierno que dirigía la misma, se convirtió también en una organización del partido. Controlaban el departamento de cifrados y, excepto en Madrid, la nueva policía política, además de la cual ya tenían ellos, naturalmente, su propia policía y sus cárceles dirigidas por la OGPU. En el ejército, las mejores divisiones eran las suyas. Aunque la masa de la UGT (excepto las Juventudes, que se habían sumado a ellos en los primeros días de la guerra) había resistido a la incorporación, muchos de los dirigentes sindicales se inclinaban hacia ellos. A pesar de todo eso, tan pronto como se vio claro que Stalin se retiraba de su aventura española y que no habría más envíos de armas, su influencia empezó a disminuir. En el gobierno, los socialistas y los republicanos pudieron adoptar una actitud más fuerte contra ellos. La insustancial naturaleza de su poder, dependiente del prestigio y del éxito, resultó evidente.

Hay muy poco que decir sobre la evolución política del lado de Franco. Los primeros seis meses pasaron sin la menor traza del entusiasmo y alborozo que habían sido vistos entre los republicanos. La atmósfera en Burgos y en Salamanca, como han admitido ardientes simpatizantes fascistas, estaba cargada de odio y de recelos. La primareva de 1937 vio una crisis similar a las que habían ocurrido del lado republicano. Los «camisas viejas» de Falange, conducidos por el secretario del partido, Manuel Hedilla, tomaron en serio el programa de José Antonio y pidieron que se pusieran rápidamente en ejecución los veintiséis puntos que contenía y que habían sido adoptados por Franco. Solamente esto, decían, daría a los nacionalistas el movimiento de masas que necesitaban para ganar la guerra. Esto fue un pálido reflejo de la querella entre socialistas de izquierda y comunistas. Los que seguían a Hedilla eran pocos y la administración de Franco se sintió lo suficientemente fuerte para tratar con él vigorosamente, ya que ni los italianos ni los alemanes lo apoyaban. Hedilla, junto con los principales de sus seguidores, fue detenido y encarcelado.

Al mismo tiempo carlistas y tradicionalistas, que se habían unido recientemente, junto con los monárquicos y con el remanente de la CEDA, opusieron resistencia. Franco trató con ellos por medio de un decreto obligándoles a unirse a la Falange y asumiendo él mismo la dirección del nuevo partido que fue conocido como Falange Española Tradicionalista. Al mismo tiempo exiló al dirigente carlista Fal Conde. Dos meses después, la muerte del general Mola, el más inteligente de todos los militares de la Junta y fuertemente antifalangista, fue un nuevo golpe para ellos, ya que habían abrigado siempre la esperanza de que suplantaría a Franco. Después de esto su influencia, como en el lado opuesto la de los anarcosindicalistas, declinó. Las derechas y las izquierdas nacionalistas habían sido puestas en su lugar.

En adelante el poder estuvo dividido entre el ejército y los «camisas nuevas» como se llamaba a los que habían ingresado en el movimiento a partir de febrero de 1936. Estos eran una amalgama de gente de todas clases: empleados del gobierno, nuevos ricos, intelectuales de segunda fila, abogados y doctores, con toda esa tribu de gentes necesitadas y ambiciosas que en todos los países (y especialmente en uno tan pobre como España) se suman a los partidos que tienen puestos de trabajo para ofrecer. La burguesía andaluza estaba bien representada y había un fuerte movimiento juvenil, ya que debemos recordar que toda la organización de Juventudes de la CEDA se había adherido a la Falange poco antes de estallar la guerra civil. La masa fue proporcionada por ex anarquistas y socialistas que ingresaron para poder salvar la piel. Estos elementos eran casi los mismos que habían creado el partido comunista del otro lado. Allí, no obstante, terminaba la analogía: la disciplina era floja, pues no había realmente un lazo de unión. No tenían hechos militares en su crédito, pues el ejército y los carlistas habían hecho toda la guerra y los «camisas viejas» que podían haber dado alguna cohesión habían sido barridos por los recién llegados. No tenían ni un caudillo auténtico, ya que Franco era simplemente un general como otros muchos, que había llegado al poder por un accidente, y al que faltaban singularmente las cualidades que deben adornar a un verdadero caudillo. Su propio dirigente José Antonio, había hallado la muerte ante un piquete de ejecución republicano. Así, la Falange nunca consiguió ser un partido fascista coherente sino que fue siempre una manada de cazadores de gangas unidos a una vociferadora y poco respetable guardia de hierro. Pero no tuvo rival, pues, el ejército, dividido como estaba entre profalangistas y monárquicos, proalemanes y quienes no podían ver a los extranjeros, y dominado a su vez por los vaivenes de la guerra, tendía a rehuir la política.

Una vez más, en el verano de 1938, se produjeron trastornos entre los nacionalistas. Esta vez era entre los oficiales del ejército. El general Yagüe pronunció un discurso en el que trató a los alemanes e italianos de aves de presa y ensalzó el valor de los soldados republicanos. Hubo motines en varios lugares. En ese tiempo Negrín publicó sus trece puntos con vistas a crear un ambiente favorable para una reconciliación. Era éste el momento para el gobierno inglés de repudiar la estúpida y cínica farsa de la no intervención y anunciar a los alemanes que no se consentirían nuevos envíos de armamentos. Esta acción pudo muy bien haber conducido a un armisticio. Pero la política de apaciguamiento estaba en su cenit y Chamberlain no vio nada de extraordinario ni perturbador en la perspectiva de una victoria de alemanes e italianos. Incluso hizo una presión fuerte sobre el gobierno francés para que cerrase sus fronteras con España. En estas circunstancias (Rusia había retirado ya su ayuda) fue realmente un milagro que el gobierno español pudiese continuar resistiendo hasta marzo de 1939.

Gerald Brenan 
El laberinto español. Antecedentes sociales y politicos de la guerra civil, 1943

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