A cien años de la Revolución Rusa
A cien años de la Revolución Rusa:

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Este artículo se publicó por primera vez en 2005 en la revista Movimiento. Lo reeditamos porque el problema respecto a qué pueden aprender las generaciones presentes de aquel gran acontecimiento sigue siendo un reto y un necesidad.

 

Hace 90 años se producía uno de los acontecimientos más importantes de la historia de la humanidad, uno de esos sucesos que, por su magnitud, influyen sobre millones a través de generaciones sucesivas: la Revolución Rusa de 1917. Es imposible entender a cabalidad la historia política del mundo a lo largo del siglo XX, e inicios del XXI, sin conocer a fondo a los actores principales de este suceso, sus motivaciones y circunstancias: la clase trabajadora rusa, el Partido Bolchevique y sus dirigentes, el principal de todos, Vladimir I. Lenin.

La Revolución Rusa, como todo gran acontecimiento cuyas repercusiones siguen vivas, no escapa a la polémica, la deformación histórica, la diatriba de sus enemigos, la falsificación interesada, la mitología y la confusión. Por ello, para esclarecer la realidad de los sucesos y sus actores, es conveniente conocer el libro “Los Bolcheviques”, del historiador y militante revolucionario francés, recientemente fallecido, Pierre Broué.

Los activistas de los movimientos sociales y obreros, los socialistas de principios del siglo XXI, que enfrentamos a la globalización neoliberal, que sufrimos la miseria y la guerra que prodiga este capitalismo decadente, que aspiramos a “otro mundo posible”, que conocimos los crímenes del stalinismo, cometidos en nombre del socialismo, que vimos la “caída del muro” y la desaparición de la Unión Soviética, tenemos que preguntarnos: ¿Hay algo que aprender de la Revolución Rusa?

Leyendo a Broué no nos quedan dudas, la respuesta es afirmativa. La Revolución Rusa nos depara muchas lecciones al movimiento obrero y popular de hoy. Después de todo, la clase obrera rusa y los bolcheviques de 1917 dieron pasos concretos hacia lo que los luchadores del siglo XXI aspiramos: construir otro mundo posible frente a la explotación capitalista, la miseria, las guerras, las dictaduras.

Pero esas lecciones, de las que la actual generación debe aprender, no consisten en intentar una mera fotocopia, un calco exacto, de un hecho que por sí mismo fue único e irrepetible.  Muchos menos se trata de un intento de copiar aquellos acontecimientos sobre falsas premisas que fueron construidas a posteriori por los enemigos de aquella revolución. Enemigos que han procurado deformar los hechos desde dos extremos opuestos, pero complementarios: los enemigos de clase, la burguesía internacional y sus medios de comunicación, y los falsos comunistas hijos del aparato burocrático engendrado por Stalin.

Las mismas aspiraciones siguen vigentes: paz, pan, tierra y libertad

No olvidemos que las consignas con las cuales millones de seres humanos sentaron las bases de la primera sociedad en transición al socialismo fueron muy concretas: paz, pan, tierra y libertad. Lo más elemental, pero que el capitalismo ruso no se lo podía garantizar a su población. Igual que ahora la globalización neoliberal no es capaz de asegurar a la mayor parte de la humanidad, ni empleos, ni comida, ni salud, ni vivienda, ni tierra para el campesinado y muchas veces ni si quiera la paz. A lo sumo, en una parte del planeta, no en todos los países, el capitalismo asegura una “libertad” y “democracia” reducida al derecho a votar cada tantos años.

En ese sentido, las demandas y las aspiraciones de los trabajadores rusos de 1917 son las mismas que la gente tiene en todos los países a inicios del siglo XXI. Ese es el principal elemento en común que tenemos, de ahí que la experiencia de aquella revolución tiene mucho que decirnos todavía, y no constituye una mera curiosidad de historiadores.

Como se aprecia, las consignas que guiaron a millones de personas a realizar una de las revoluciones más grandes de la historia (“paz, pan, tierra y libertad”), son en sí mismas democráticas y economicistas, pero eran revolucionarias por dos razones: una, porque movilizaron a la gente, dos, porque se combinaron con una consigna política decisiva, “todo el poder a los Sóviets”, genialmente lanzada por Lenin en abril de 1917.

De ahí derivó la genial conclusión de León Trotsky, el otro gran dirigente de esta revolución, de que en la etapa imperialista, de decadencia del sistema capitalista, hasta las demandas democráticas y económicas se convertían en revolucionarias, pues la burguesía en su degeneración era incapaz de concederlas a la clase trabajadora y permanentemente las ataca. De ahí la necesidad que se combinen con una consigna de poder obrero o de clase o de gobierno alternativo, como único capaz de cumplir las mínimas demandas sociales y democráticas.

Esa combinación política de demandas mínimas (económicas y democráticas) con una consigana de gobierno obrero y popular, es lo que se llama el Programa de Transición, que vino a resolver el viejo debate marxista y separación entre “programa mínimo” y “programa máximo”.

 

El instrumento de la revolución: sóviets o asambleas obreras y populares

 

Dos poderosos instrumentos organizativos sirvieron a la clase obrera rusa de 1917 para acabar con la autocracia zarista y sentar las bases del socialismo: las Asambleas o Consejos (Sóviets) de obreros, campesinos y soldados; y el Partido Bolchevique (posteriormente Partido Comunista).

Los Sóviets obreros reunían en asamblea a todos los trabajadores de una fábrica para debatir los problemas tanto locales como nacionales, y para tomar decisiones para la acción colectiva. Cada asamblea elegía a sus dirigentes que les representaban en el Sóviet del distrito, y así hasta constituir un organismo nacional.  Por su carácter altamente democrático, los Sóviets permitieron a los trabajadores rusos dotarse de la fuerza que daba la acción conjunta y  ser el organismo en que todos los partidos de la clase debatían sus propuestas. Estas Asambleas constituyeron la fragua en que se forjó la conciencia política de clase de millones de obreros.

Este tipo de organización obrera se ha repetido poco en revoluciones posteriores, pero en todo proceso revolucionario tienden a surgir naturalmente formas asamblearias de los trabajadores. Por ejemplo: en Chile, de principios de los 70, se les llamaban Cordones Industriales; en Polonia de 1980-81, el sindicato Solidaridad tuvo en gran medida este carácter; incluso en el proceso boliviano actual se repite combinado con las tradiciones democráticas de los pueblos indígenas. Lamentablemente, las burocracias partidarias y sindicales tienden a ahogar estos procesos.

Las Asambleas, Consejos o Sóviets de trabajadores son uno de los principales legados de la Revolución Rusa que debemos recuperar, porque constituyen la base de una real democracia, superior en todo sentido a la democracia burguesa parlamentaria.

En ellos la participación popular no es pasiva, sino activa, y no se limita a un simple sufragio que delega todas las decisiones en manos de los dirigentes, sino que los trabajadores se mantienen en discusión y revisión permanente de todas las decisiones. Esto permitió a los trabajadores rusos de 1917, entre Febrero y Octubre, agotar la experiencia con los partidos reformistas y, cuando fueron incapaces de resolver sus demandas, dar la mayoría a los bolcheviques.

La ausencia de organismos asamblearios de base de los trabajadores ha sido una de las carencias principales de los procesos revolucionarios de las últimas décadas. La ausencia de sóviets o su equivalente, deficulta el debate democrático y por ende retrasa la maduración de la conciencia política de la clase trabajadora, y en la condiciones tecnológicas actuales, potencia la influencia malsana de los medios de comunicación de masas.

El otro instrumento: el partido revolucionario

El Partido Bolchevique fue el otro gran instrumento de que se valió la clase trabajadora rusa porque fue el que permitió hacer el nexo en la conciencia política, entre las aspiraciones de millones de seres humanos a la solución de sus problemas concretos (paz, pan, tierra y libertad) y la necesidad de romper con la burguesía y tomar el poder, como única forma posible de resolver esas demandas.

Una brillante consigna, ideada por Lenin, permitió sintetizar en la conciencia de los trabajadores todo el debate ideológico sobre la necesidad de construir otro tipo de sociedad: ¡TODO EL PODER A LOS SOVIETS!

Esa fue la forma genialmente simple de hacer ver a los trabajadores que el capitalismo en su fase imperialista (ahora le llaman globalización) no es capaz de satisfacer las más elementales necesidades de vida de las masas, y que la única salida es que los trabajadores tomen el poder con sus propios organismos de clase (sóviets) para empezar a resolverlas.

La mayor parte de las falsificaciones, e incluso los malos entendidos de mucha gente con buenas intenciones pero con poco seso, se centran sobre este otro instrumento organizativo que hizo posible aquella gran revolución: el Partido Bolchevique.

Casi nadie niega el papel decisivo del partido construido por Lenin en la conducción de la Revolución de Octubre. Luego de 1917 hubo muchas revoluciones, pero ninguna contó con un partido semejante al bolchevique. Pero ¿Cómo era en realidad la estructura de ese partido? ¿Cómo funcionaba su régimen interno? ¿Cuál era la relación de la organización con las masas trabajadoras? ¿Qué papel desempeñaban sus dirigentes a lo interno y externo del aparato?

Stalinismo es lo contrario de leninismo

Las respuestas a estas preguntas son las que han estado más llenas de mentiras y deformaciones interesadas, que han terminado por construir una caricatura falsa, haciéndole creer a mucha gente, entre ellas honestos militantes, que el Partido Bolchevique era una especie de logia cerrada, con una disciplina verticalista, donde se acataba sin chistar las órdenes de sus organismos dirigentes, en especial de su cabecilla (Lenin).

Esa caricatura calza bien en lo que posteriormente se convirtieron los Partidos Comunistas bajo la conducción de Stalin y la Comintern, pero nada tiene que ver con lo que en realidad fue el partido de Lenin, el partido que realmente hizo la revolución.

Esta versión deformada de lo que fue el Partido Bolchevique no sólo influyó sobre los partidos comunistas de corte stalinista, también ha afectado la concepción del partido de muchos sectores revolucionarios, inclusive trotskistas. Conduciendo muchas veces a intentos frustrados de construir partidos revolucionarios copiados de la caricatura, que han acabado siendo sectas orgánicas y políticas. La versión latinoamericana del partido-guerrilla, aún vigente para muchos, también está muy impregnada de esa versión stalinista que equívocamente se toma como “leninismo”.

Por ello resulta refrescante leer el Capítulo III del libro de Pierre Broué. De allí se desprende una versión más real y humana, y por ello más útil para la actual generación, de lo que fuera el Partido Bolchevique y sus dirigentes. Broué, nos muestra cómo Lenin, en vez de una concepción rígida y eterna del partido fue aprendiendo con la experiencia; que las formas organizativas del partido estaban en relación con la situación política del momento y cambiaban con ella.

Las formas organizativas dependen del momento político

El texto de Pierre Broué desmiente, citando al propio Lenin, uno de los mayores equívocos que existe sobre la organización del partido revolucionario, por el cual se ha hecho un fetiche del modelo de organización descrito en el folleto “¿Qué Hacer?”.

Este esquema partidario altamente centralizado, conformado por células (comités) bastante cerrados y disciplinados, montados en torno a un periódico hecho desde el exilio (Iskra), obedecía a un momento político caracterizado por un régimen altamente represivo que impedía el menor asomo de libertades democráticas y legalidad.

Pero, como bien describe Broué, tan pronto hubo espacios democráticos que aprovechar, Lenin no vaciló en proponer nuevas formas organizativas más amplias y abiertas, como durante la breve y fracasada Revolución de 1905, o a partir de 1912 con el periódico Pravda. Se trataba de aprovechar al máximo los espacios democráticos para llegar a la mayor cantidad posible de trabajadores.

Este malentendido ha producido, no pocas veces, una de las deformaciones más risibles en que caen las organizaciones políticas de izquierda que, aún viviendo bajo un régimen político de amplias libertades democráticas, insisten en mantener una estructura reducida de pequeñas células de unos pocos militantes, desaprovechando espacios para ganar influencia.

Por supuesto, esto para nada significa actuar en el otro extremo, también combatido por Lenin, de absoluta y total legalidad en todas las instancias partidarias, como proponían los llamados “liquidacionistas” mencheviques de entonces, que tenían una fe ciega en la burguesía y su “democracia”. En realidad, el arte de construir el partido revolucionario, según Lenin lo entendía, estaba en una combinación dialéctica entre  la estructura semiclandestina y la legal, dependiendo del momento político.

Aprovechar la legalidad y el parlamento burgués como tribuna

Esto se vincula con otro aspecto de la política bolchevique que ha sido fuente errores y falacias: la participación electoral y la legalidad. Abundan, en especial en América Latina, las organizaciones que se niegan en aprovechar los espacios democráticos que da el régimen parlamentario de la burguesía, aduciendo un falso “leninismo”.

En realidad Lenin no vaciló en postular a la Duma (Parlamento) candidatos partidarios y de clase cada vez que pudo. Y eso que, bajo el régimen zarista, el legislativo ruso tenía prerrogativas mucho más recortadas que la peor de todas las democracias burguesas latinoamericanas de la actualidad.

Contrario a los mencheviques que reducían sus aspiraciones a una confianza absoluta en el Parlamento burgués, al igual que los reformistas de hoy, Lenin no vacilaba en denunciar la democracia burguesa como un instrumento de dominación de los capitalistas y llamaba a los trabajadores a construir sus propios organismos de clase, como los sóviets. Pero esto no le impidió usar la tribuna electoral y parlamentaria como un potente instrumento de propaganda a favor de las causas obreras y por el socialismo. Y, salvo en una ocasión en particular, los bolcheviques postularon candidatos a la Duma cada vez que hubo espacios democráticos para hacerlo.

Ni verticalismo, ni horizontalismo: centralismo democrático

Pierre Broué también desmiente la peor de todas las falacias construidas entorno al bolchevismo: el supuesto verticalismo del régimen interno, la supuesta unanimidad de criterios y el acatamiento ciego de las decisiones emanadas de los organismos dirigentes.  Nada más falso y pernicioso que esta deformación antidemocrática del régimen interno que no tenía nada de leninismo y que fue fabricada por el régimen de Stalin cuando la revolución retrocedió a partir de la segunda mitad de los años 20.

Nada ha hecho más daño al movimiento socialista que esta concepción que confunde la “disciplina” partidaria con la ausencia de democracia interna, que mata todo debate entre militantes, que ahoga el derecho de disentir en nombre de un supuesto “centralismo democrático”, reducido a mero centralismo.

¿Quién puede creer que los militantes bolcheviques, de recio carácter forjado en oleadas sucesivas de luchas estudiantiles y obreras, eran una manada de peleles en manos de un solo hombre, por más inteligente que este fuera? ¿Cómo iban a ser reducidos al silencio hombres y mujeres acostumbrados al duro debate político en los sindicatos, los sóviets, en el parlamento, en las cárceles, y hasta en el duro exilio siberiano?

La historia del Partido Bolchevique muestra que la norma fue el debate político intenso, en que, frente a cada gran acontecimiento, surgían los alineamientos, los grupos de opinión, las tendencias, las fracciones. Incluso en el mismo momento de la Revolución de Octubre, se escindieron los dirigentes entre los partidarios de la toma del poder (Lenin y Trosky) y los que dudaban y se oponían (Zinoviev y Kamenev).

La habilidad de Lenin estuvo en no permitir que las diferencias de opinión se convirtieran en rupturas, permitiendo que en cada situación fuera la realidad y la intervención política unitaria del partido la que saldara las diferencias. Sin falsos epítetos y etiquetas que profundizaran las diferencias, lo que le permitió mantener la confianza mutua y el trabajo en común, como si nada hubiera pasado, aún con sus críticos más duros.

La deformación stalinista del centralismo democrático no ha sido exclusiva de los Partidos Comunistas posteriores, también alcanza a los llamados partidos guerrilla, donde los “comandantes” imponen sus opiniones sin debate interno alegando razones de seguridad.

Incluso entre el movimiento trotskista, que reconoce formalmente el “derecho de tendencias”, esta deformación ha existo por vías más sutiles, pero no menos perniciosas, elevando cualquier matiz u opinión contraria al carácter de diferencias de principios, con lo cual se termina igualmente ahogando el debate interno, haciendo de cualquier diferencia un motivo de rupturas sucesivas.

Tanto verticalismo de origen stalinista en la izquierda mundial ha conducido, a partir de la desaparición de la Unión Soviética, a una respuesta por el otro extremo que es igual de perniciosa: lo que algunos “libertarios” posmodernos llaman “horizontalismo”, es decir, creer que toda forma de disciplina partidaria es negativa, cuyo complemento político es la afirmación de John Holloway de que es posible “cambiar al mundo sin tomar el poder” (Change the World Without Taking Power: The Meaning of Revolution).

 

Pero la experiencia ha demostrado que esa vertiente posmoderna de la izquierda ha sidor completamente incapaz de producir el cambio social al que los pueblos aspiran, porque quiérase o no el combate al régimen burgués exige centralización y disciplina para poder unir y golpear con efectividad el corazón del sistema capitalista.

Mal que le pese a Holloway y a los izquierdistas posmodernos de las universidades, ninguno de los problemas de la opresión social y la explotación se resuelve en el plano meramente cultural (“reconocimiento de la otredad”), sino en el plano del poder político y económico.

Si bien no hay que esperar a la revolución social para combatir los prejuicios (sexistas o racistas) que promueve la “modernidad capitalista”, hay que estar claros de que la derrota final de esas prácticas opresivas y discriminatorias sólo serán posibles con la desaparición de la sociedad escindida en clases, y eso requiere una revolución política, como la Revolución Rusa de 1917.

Socialismo y democracia están ligados

Si una lección nos queda clara de la Revolución Rusa es que socialismo y democracia obrera están íntimamente ligados, ya sea bajo la forma de asambleas obreras y populares, ya sea en el régimen interno de los partidos que aspiran a la revolución. Disciplina partidaria entendida a la manera dialéctica, como hacía Lenin, gran democracia para el debate interno y férrea unidad en la acción política.