2233. El orgullo de sentirnos españoles
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Contra la legalidad republicana, contra un régimen pacíficamente instaurado por la voluntad mayoritaria del pueblo español, los grupos semifeudales, el círculo reducido de privilegiados, los magnates reaccionarios de la banca y de la industria, las camarillas monárquicas y fascistas del ejército y gran parte del alto clero encendieron en España la guerra civil.

Eran –son en la España del otro lado de nuestras trincheras, de la España colonizada por las Potencias extranjeras que nos asaltan– las fuerzas tenebrosas que a lo largo de toda nuestra historia tenían encadenados el país al atraso, a la incultura, al hambre, a la superstición medieval y a la indigencia. España heredaba tradicionalmente todas las taras de la incompetencia y de la ineptitud de estas castas, incapacidad agravada con la intransigencia cerril de los que en el odio al pueblo, en su explotación y en su miseria, sustentaban el coto de privilegios inmensos obtenidos a costa de un país empobrecido, arruinado y raquítico. Pero estas castas dominantes no lograron, a pesar de sus procedimientos inquisitoriales, de su brutalidad, anular las tradiciones y el sentimiento de libertad y de progreso en el corazón de nuestro pueblo.

Fueron los responsables de todas las derrotas de nuestra patria, los que la ensangrentaron en contiendas estériles, los que la reducían en todas formas de desarrollo, quienes se levantaron el 18 de julio contra el pueblo que quería, constitucional y pacíficamente, desenvolver su destino de progreso, de democracia y de paz.

Este fue el carácter originario de nuestra lucha. ¿Contra quiénes se sublevaban las pandillas regresivas de la nación española? Se sublevaban, no contra este o el otro matiz político del proletariado, ni siquiera solo contra el proletariado mismo, sino contra el Gobierno legítimo y constitucional de España, contra el Frente Popular, que era la suma y la expresión terminante de la conciencia de todo nuestro pueblo. Los que venían devorando a España secularmente se insurreccionaron contra la clase obrera, contra los campesinos, contra los republicanos, contra la intelectualidad más sana, y económicamente también contra las grandes masas de la pequeña burguesía, de las clases medias y de la burguesía liberal. Clases a las que a través de impuestos, rentas y contribuciones querían cargar las costas de la ruina creciente en que sumían al país.

No era, pues, ni en su iniciación, la lucha que el pueblo español sostiene, una pugna puramente de ideologías, enmarcadas dentro del terreno nacional. Era desde un principio la agresión inícua, brutal, de una parte reducidísima de potentados contra la inmensa mayoría de la sociedad española. Contra toda la España popular y progresiva. Contra el régimen democrático, contra el Frente Popular triunfante en las urnas del sufragio universal el 16 de febrero de 1936.

Naturalmente, los grupos regresivos que con las armas usurpadas al país desencadenaron la guerra, nada hubieran podido por sus propios medios contra el sentimiento de toda la nación española que les cerró el paso en decenas de poblaciones y organizó rápidamente la defensa armada del territorio nacional y arbitró los recursos, con la pasión combativa del pueblo, para sofocar la insurrección fascista en unos días.

Pero el fascismo indígena no se había levantado con el propósito de encadenar a todo el pueblo por sí solo y ante sí. Los que venían detentando en su propaganda, en sus títulos y en sus blasones la representación del patriotismo, no vacilaron en chalanear este concepto, este sentimiento vilmente ultrajado siempre por ellos, al precio que el fascismo italiano y alemán les pusiera.

La venta de España era un negocio más de los que vincularon siempre a su poderío y a sus privilegios la idea de la patria. Para seguir en ella montando la opresión y el señoritismo, la dictadura analfabeta del terrateniente y de la guardia civil no dudaron en franquear la tierra española, que la codician los invasores en su riqueza y en su estrategia para guerras futuras, con la ganzúa de los que en sus comienzos se llamó guerra civil.

Inmediatamente la guerra adquiere su verdadera fisonomía. No es la guerra del pueblo español contra sus esclavizadores indígenas, contra las cuadrillas más negras de la reacción. Es la guerra de todo un país, la guerra de autodefensa de todo un pueblo por la independencia nacional, por la integridad y soberanía de su territorio, por los sentimientos cardinales de la dignidad humana, por la democracia y por la libertad. Es una guerra nacional de un pueblo que quiere sobrevivir como tal, asegurar su continuidad histórica y no hundirse vilipendiado en la sumisión a poderes extranjeros.

Este es el carácter de nuestra lucha. Esta es su gran emoción nacional que enciende de coraje a las más amplias capas de nuestro pueblo y se entraña en el sentimiento vivo de la patria en peligro, en el pecho y en el honor de los verdaderos españoles. Nuestra lucha, por lo tanto, no es un privilegio de ningún grupo, de ningún sector de nuestro pueblo. Es un derecho y un deber de todos los hijos de nuestra patria. No puede debilitar este sentimiento colectivo y profundo ninguna otra consideración de tipo ideológico o de postulado político. Nosotros, hombres adscritos a una política realista, sin abjurar de ninguna de nuestras convicciones, comprendemos y practicamos lealmente la necesidad de laborar con los sectores progresivos y democráticos del país que no son fascistas y que no quieren el fascismo. Una sola convicción tenemos que calvar en nosotros. Una cosa debemos saber y no olvidar en ningún instante a los que sientan demasiadas impaciencias por el porvenir: sin vencer al enemigo España sería invadida por los nuevos bárbaros. España no sería un pueblo libre, España [9] no sería un país soberano. España sería una colonia de Mussolini y de Hitler, y los españoles sometidos a trato colonial. Nuestras riquezas, botín de los invasores; y nuestro sudor y nuestra sangre el tributo a la invasión fascista que pretendería enjugar la miseria en que ha sepultado a sus pueblos con la agresión a otros países y con la utilización de los españoles como vanguardia de una nueva matanza imperialista.

El dilema no es fascismo o comunismo; el dilema es: o la supervivencia de un país democrático y civilizado como tal o su degeneración en tierra colonizada.

Hoy por hoy no hay nada más revolucionario que defender, ligados a todos los patriotas españoles, la independencia de nuestro territorio y la libertad de sus ciudadanos. Sin el principio elemental de independencia, sin la soberanía territorial, no puede desarrollarse ni la libertad colectiva ni la libertad individual, ni ninguna de las más nimias formas de la civilización humana. La independencia nacional es la primera condición para la vida social del pueblo. Es la raíz de todos los derechos y de todas las libertades. Sin independencia no hay más que el látigo, la incultura, el hambre, la depravación social y la esclavitud.

La caracterización que nuestro camarada José Díaz, en su carta abierta del día 29 último, hace de nuestra lucha, es completamente justa y diáfanamente clara: «El pueblo de España combate en esta guerra por su independencia nacional y por la defensa de la República democrática». Y luego concreta esta definición así: « Nuestra lucha es un lucha contra el fascismo, es decir, contra la parte más reaccionaria del capitalismo, contra los provocadores de una nueva, terrible guerra mundial, contra los enemigos de la paz, contra los enemigos de la libertad de los pueblos.»

Exactamente esto expresaba el jefe del Gobierno en su reciente discurso a los españoles y al mundo: «Este heroísmo, esta abnegación del Ejército de la República, no son sino el reflejo de la voluntad de todo el pueblo español de hacer fracasar los planes de los enemigos de nuestra patria. De esta voluntad participan todos los españoles honrados en todo cuanto hay de sano y laborioso en nuestro país. Porque todos ellos saben lo que significaría quedar reducidos a la vil condición de vasallos coloniales del fascismo italiano y alemán. Lo saben los trabajadores del campo y de la ciudad, los pequeños industriales, la clase media, los intelectuales.

Esta es la substancia de nuestra lucha. Lo que no admite nuestro pueblo, lo que no tiene plaza entre nosotros es el fascismo; eso es todo. Luchamos ardientemente por no ser una colonia fascista. Nuestra lucha nacional no es exclusiva de comunistas, de anarquistas o de socialistas, sino la lucha de todo el pueblo español por un régimen de libertad democrática y parlamentario. Régimen dentro del cual están garantizadas todas las posibilidades para el desarrollo político, económico y cultural de nuestro pueblo.

De ahí que, con plena objetividad, analizando serenamente los hechos, rechacemos toda la fraseología pseudo-revolucionaria que pueda dividir o debilitar las fuerzas unánimes del pueblo y facilitar la obra nefasta de destrucción del fascismo en nuestro país. La defensa de nuestra patria se vincula hoy a todas las más altas ambiciones de cada sector antifascista. Y la patria somos todos nosotros. Es el pueblo. Es la España físicamente aferrada a su suelo para no dejarse arrasar y someter. El invasor puede, sin ningún escrúpulo de conciencia, hundir nuestros monumentos, incendiar nuestros tesoros culturales, asesinar las multitudes españolas. Puede hacerlo porque esta es la prima al invasor. Porque para él España es ya un país inferior, un pueblo indigno al que se tiene que someter a plomo y fuego de barbarie. El invasor se enciende siempre en un odio bestial, en el odio del amo al lacayo, en el desprecio del patricio romano a los plebeyos y a los esclavos. La patria fue vendida por unos miserables sin conciencia, por unos foragidos que odian a toda la nación española para eso: para que sus nuevos dueños hicieran de ella su propiedad y su botín.

Somos nosotros los patriotas. A nadie le suene a extraña esta afirmación. Contra una turba de generales traidores y de verdugos traficantes de su país, asumimos la responsabilidad ante el mundo y la Historia de salvar la independencia de España y sentimos nuestras venas inflamadas de entusiasmo por el orgullo de ser españoles. Por eso en esta hora suprema de impedir que España perezca con todo lo que representa en la historia de la civilización, con todo lo que tiene derecho a ser, hay que esclarecer constantemente ante todos los españoles este carácter básico de la lucha. Hay centenares y millares de patriotas que sin estar adscritos a ninguna ideología revolucionaria se sienten ligados a nuestra contienda y se revuelven también en su dignidad ante el peligro de que España sea anulada bajo dominaciones extranjeras. Estos hombres nos son útiles, necesarios, indispensables. A nuestra lucha hemos de sumar, cada día, a costa de infinitos sacrificios, nuevas conciencias y nuevas voluntades. Ninguna nos debe ser indiferente o superflua. Porque en el derecho a defender la independencia y la libertad españolas ningún español nos es ajeno. Debemos, con todo cuidado, no hacernos extraños a estos patriotas, forzándoles a defender concepciones políticas que no se han acomodado aun a sus convicciones.

Vale, pues, la pena de llevar constantemente al ánimo de esas extensas capas del país incorporadas al combate este sentimiento patriótico que es el alma de toda nuestra guerra. Fundamentalmente hasta a muchos oficiales del Ejército español que se sienten vinculados a nuestra causa por el noble afán de impedir la esclavitud nacional.

Es infantil hoy atormentarse el cerebro con profecías de regímenes futuros ni conjeturas sobre la correlación de fuerzas al día siguiente de la victoria. Únicamente podemos asegurar, porque esto nos tensa el pulso nacional para luchar hasta la muerte, hasta la victoria, que España no será fascista, que España saldrá íntegra de las garras extranjeras hincadas en su carne, para asegurar la democracia, para afirmar su libertad, para ensanchar su cultura, para ofrecer a todos sus hijos un clima de bienestar y de democracia, para contribuir a la paz del mundo. He aquí la única cualidad que nos es obligada a todos los españoles, sea cual fuera nuestra bandería política.

Estas son las grandes concepciones, las ideas universales que impulsan las armas y la razón de la República española. Con la invasión hundiremos todo un pasado sórdido de hambre y de pobreza. Los que fueron capaces de vender la independencia española no pueden tener entre nosotros trato de hermanos. No lo son. Con sus privilegios indignos, con su mentalidad mercenaria, con sus manos manchadas de sangre española, con la responsabilidad que les abrumará en la Historia, serán batidos y aplastados por el pueblo español.

Aquel pasado infame, agravado en su horror por la dominación extranjera, no puede prosperar. Si en esta lucha sucumbiéramos, no sería sólo nuestro pueblo el sumido en las tinieblas sangrientas del fascismo, el sacudido por una ola de represión zoológica, sino que significaría el punto de apoyo para el lanzamiento a nuevas guerras contra pueblos hermanos, contra la civilización, contra la democracia mundial.

Quien, llámese como se llame, luche por impedir el regreso a ese pretérito de ignorancia y miseria, a esa amenaza de ignominia y de muerte, es nuestro aliado, nuestro amigo y camarada, aunque no se cubra con el pabellón político de nuestras respectivas ideologías proletarias. No es imprescindible. Basta con que sea honradamente un español, un patriota que ama a su país.

Nuestra lucha nacional es tal porque pretende emprender, con el triunfo, un desarrollo de progreso y democracia que ante los ojos del mundo nos coloque en la consideración de un pueblo independiente y libre que quiere vivir con todos en trabajo y en paz. Y esto no es patrimonio exclusivo de nadie: esta es la voluntad de todo nuestro pueblo.


Jesús Hernández Tomás
El orgullo de sentirnos españoles. Ediciones del P.C.E., abril de 1938