Cuando un ciclista se fugó del Valle de los Caídos
Mayo de 1935 y un viento helador que barría el yermo sin contemplaciones. Atrás quedaba ya Zamora; también Toro. Adelante, la música y los cohetes anunciando Tordesillas. La primera era acunada con zalamería por ese viento gélido; los segundos explotaban sobre las cabezas de los 29 del pelotón, que daba pedales a 20 kilómetros por hora.

La caída de Américo Tuero

La primera Vuelta a España estaba prendida por las fogatas de los jornaleros en los márgenes de las carreteras, unos labriegos de manos arreadas que toreaban al frío enlanados hasta la boina. Entonces, al despedir Tordesillas, el viento se estrelló en oblicuo contra los ciclistas. Había virado por su cuenta o el recorrido le había hecho virar, daba igual cómo se llegase al respiro. Y Américo Tuero se desgañitó.

Se había caído de la bicicleta. El desgarro de garganta puso los pelos de punta a la admiración del público. No era dolor, sino la incerteza de no poder llegar a Madrid, su pueblo, a hierros de la bicicleta. Al final, y con más esfuerzo que fortuna, el ciclista siguió a piñón con Cañardo tirando del pelotón y con Cepeda tirando de Cañardo para que al final subiese al segundo cajón por detrás de Deloor.

Este episodio de Américo Tuero es muy significativo. El ciclista podía haberse quedado lamiendo sus heridas, superado por la siempre ingrávida frustración, pero salió titánico y «lleno de parches» hacia Madrid, donde sería el decimonoveno en cruzar la meta. No era la primera vez que ponía a punto su enorme fortaleza: en la cuarta etapa de la misma Vuelta, Tuero bajó el puerto por Elgueta con la horquilla de la bici aviada con un cordel.

Lo peor de sus condenas fue la amenaza de fusilamiento, esa incertidumbre psicológica que hacía a su vida caminar funámbula al borde del precipicio

A Cuelgamuros

Miquelarena decía en ABC que después de que Cañardo, Deloor y Bulla se hubiesen adelantado al pelotón en la bajada de Guadarrama, quedaban «el resto de los supervivientes, desesperados por alcanzar a los tres fugados». Aquella carrera de 1935 se puede extrapolar punto por punto a la Guadarrama del 36, donde Américo Tuero combatía contra las tropas franquistas como miliciano del V Regimiento. Podría extrapolarse también a la de 1941, cuando Américo Tuero se convierte en un preso político que acabará sentenciado a 30 años en Cuelgamuros después de que el embajador de Argentina lograse conmutar su pena de muerte. Podría extrapolarse, por último, a la Guadarrama del 44, por cuyas sendas saldría fugado desde el Valle hacia Portugal, y de ahí a Cuba.

Precisamente desde esta isla el ciclista concedería una entrevista a España Popular a propósito de su liberación. Corría el año 1945 cuando el hambre y los dolores, explicaba Tuero, habían dejado de ser su principal preocupación mientras estuvo en cautiverio: lo peor de sus condenas fue la amenaza de fusilamiento, esa incertidumbre psicológica que hacía a su vida caminar funámbula al borde del precipicio sin saber cuál de los tres años y pico de soles, cuál de los tres años y pico de lunas, iba a empujarla risco abajo. Porque, en total, fueron tres años y pico los que Américo Tuero echó en las cárceles de Torrijos y Porlier y en los campos de Cuelgamuros y Chamartín.

Obviamente, por comunista, por militante comprometido con la solidaridad del miliciano. Basta decir que, además de perder su gran sueño de correr el Tour, su alma antifascista hizo que bautizase a su hija mientras en el cuarto de atrás, en la clandestinidad, moldeaba junto a otros la Comisión Central Reorganizadora que trabajaría a oscuras para intentar recomponer el PCE una vez la guerra había hecho añicos Madrid. De aquella reunión clandestina enmascarada en la fiesta familiar del ciclista solo él saldría con vida. El resto fue purgado por un régimen franquista que no pudo soportar «que unos comunistas ateos conspiraran al amparo de una ceremonia religiosa», tal y como escribe Gregorio Morán en Grandeza, miseria y agonía del PCE.

Leche negra al alba del Valle

Del bautizo, sus condenas; de Porlier a Cuelgamuros, donde Américo Tuero trabajó en la ‘novena maravilla del mundo’, como se denominaba, según él, al Valle de los Caídos, una construcción diseñada por el delirio jupiteriano de un dios terrenal llamado a salvar a su humanidad y solo a su humanidad: «Que se vea desde 28 provincias españolas […], una enorme base, una montaña de cemento de 1.900 metros de altura y sobre ella una cruz de cristal de 150 metros».

Así es que el Valle se levantó con sudores y estómagos vacíos. Porque en Cuelgamuros se trabajaba como una bestia 14 horas diarias, cobrando, con suerte, 50 céntimos al día y comiendo, con suerte, bazofia semejante a la negra leche del Todesfuge de Celan. Porque en Cuelgamuros se estilaba eso de la tortura, se apaleaba hasta perder el conocimiento, como le ocurrió a Alejandro Pacheco en el 46. Cuelgamuros entonces era «la muerte aplazada» de Sánchez Albornoz.

Mucho duele la boca de decir que el Valle de los Caídos es un alarde de reconciliación en el que reposan los huesos (vergonzosamente enmarañados) de los muertos de la Guerra Civil. Desde el minuto uno se ha intentado velar la moralina tabarresca de la reconciliación argamasando el muerto bueno y el muerto malo, el héroe y el hereje. Además, hoy más que nunca se clama por la esotérica legitimidad de la Guerra Civil para ordenar de nuevo España, se poetizan odas a los abrazos conciliadores de los connacionales bajo el Cristo redentor que da forma a las eucaristías de los benedictinos, que, ya de paso, aprovechan para untar España de nacionalcatolicismo como única forma verdadera de anclaje vital.

Pero en las mismas matracas de hipocresía fraternal se escribía la idea de que el Valle era un símbolo para todos aquellos que lucharon por los ideales del Movimiento. De nadie más, tampoco de Américo Tuero: «Las autoridades franquistas están buscando restos de caídos para llevarlos al Valle de Cuelgamuros. No tienen bastantes huesos reunidos y buscan encontrar más para satisfacer su necrofilia». La CNT siempre fue muy contundente. Por eso ilustraba la cita con las sevillanas de Constantina, brazos en alto, suplicando piedad a las tropas franquistas. Por esto también acompañaba con la foto de un grupo de hombres de Tocina, también en Sevilla, contra la pared esperando ser fusilados a ametralladora: «Les brindamos los [restos] de estos mártires, que en algún sitio fueron enterrados», escribían irónicamente

En Cuelgamuros se estilaba eso de la tortura, se apaleaba hasta perder el conocimiento, como le ocurrió a Alejandro Pacheco en el 46

Toda esa porfía que trató y trata de lavar la cara a Franco para aposentar su bien dentro de la también tabarresca Europa maquilla que el decreto fundacional del Valle se leyese con un vicario, un párroco y dos canónigos bendiciendo el monumento, rezando por los caídos por la patria, con la banda de música del Regimiento Mixto tocando el himno del Movimiento, y con todos los asistentes con el brazo en alto: ¡España¡ ¡Una, grande y libre!

Volviendo a las tijas por fin, Américo Tuero siguió dando pedales en Cuba saciando así su apetencia revolucionaria. La vocación suele tirar más que cualquier otra cosa y es de lo poco que merece la pena seguir. Así es que fue esa barriada de amores la que se desquitó de su tristeza por no haber ido al Tour aquel 1936. Américo Tuero, el ciclista republicano español y argentino, acompañó siempre a la resistencia montado en su bicicleta.

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