Azaña, el orador más eminente que ha conocido España


Azaña, el orador más eminente que ha conocido España: Manuel Azaña, a parte de un lúcido político, un brillante intelectual y un ilustrado escritor, también puede ser considerado con justicia como el más grande orador de nuestra Historia.

En palabras de Salvador de Madariaga (que no era precisamente un idólatra azañista), Azaña fue «el español de más talla que reveló la breve etapa republicana», «por derecho natural, el hombre de más valer en el nuevo régimen, sencillamente por su superioridad intelectual y moral», y «el orador parlamentario más insigne que ha conocido España». Pero no solo fue el mejor orador parlamentario sino que también fue un ídolo de multitudes en campo abierto.

Luis Araquistaín, político socialista, debía rendirse a la evidencia de que solo un político en España era capaz de que medio millón de personas se reunieran espontáneamente para oírle y además pagar entrada. Decía que hacía mucho tiempo que no se hablaba un lenguaje político así en España y así debieron de sentirlo también los cientos de miles de personas reunidas en Madrid a mediados de octubre de 1935, para oír su palabra en el campo de comillas, un erial acondicionado a toda prisa para el acto gracias al pago de sus entradas por los asistentes: la masa humana más crecida que se ha reunido jamás en un acto político sin que el convocante recurriera a medios paramilitares, observó Henry Buckley. “Parecían abrirse las puertas de un dique – escribió el embajador de Estados Unidos , Claude Bowers- el día antes del mitin, cuando miles de personas entraron en Madrid con el ímpetu y el estruendo de un Niagara”.

La fama como orador del dirigente republicano era tal que la radio transmitía sus discursos. Los micrófonos de Unión Radio lo siguieron, a lo largo y ancho de España, tanto en el tiempo que estuvo en el Gobierno como después en la oposición, y volvieron a radiarse sus discursos durante la Guerra Civil. Millones de españoles escuchaban la palabra segura y el castellano preciosista del político republicano. Por su parte, las casas comerciales que vendían aparatos de radio incrementaban sus ventas en las vísperas de los discursos del autor de El jardín de los frailes.

Como excelente orador, podía hablar durante horas sin papeles ni guiones escritos, asombrando a sus auditorios y encandilando a las masas con su promesa de regenerar España, construyendo un país más justo, más solidario y más libre.

Más de una vez le había ocurrido a Madariaga quedarse asombrado “escuchando aquel razonamiento riguroso con aquella perfección verbal” constatándole para colmo que se trataba de un discurso improvisado: “Pero ¡si  esto puede  ir directamente a la imprenta!, se decía entonces para sus adentros.

Algo estaba claro desde el principio para estos, e infinidad de otros, publicistas, amigos o adversarios: nadie, en la tradición de la oratoria política española, había hablado como Azaña.

Esto quería decir en aquellos momentos, por una parte, que en su discurso se apagaban para siempre los rescoldos que todavía pudieran quedar de aquella oratoria llamada castelarina, pues en el insigne republico Emilio Castelar había encontrado su paradigma.

El gusto por las largas y algo hueras metáforas, la frase ampulosa y sometida a las torturas de la innumerada subordinación, el lenguaje artificialmente rebuscado, la dicción superferolítica….todavía estaban vigentes entre la clase política de los partidos dinásticos e irrumpía de vez en cuando en el Congreso con oradores como Niceto Alcalá Zamora.

Los discursos de Azaña son lo contrario a ese modelo, su oratoria propinó un golpe mortal a este tipo de discurso: después de pronunciar alguno de los suyos que zanjaba definitivamente una cuestión, nadie, de entre los castelarinos, tenía la presencia de ánimo necesaria para intentar una réplica. Azaña levantaba en esos casos un clamor que dejaba sin habla a sus adversarios (así ocurrió durante el debate  del artículo 24 del proyecto de Constitución sobre órdenes y congregaciones religiosas o durante el debate suscitado por el Estatuto de Cataluña).

No se trataba solo de su perfección formal, de rigor en el argumento, de claridad de exposición. Pues un gran orador, a diferencia de un gran autor, es alguien capaz de captar la atención de su público de tal manera que consigue en un acto, por su propia naturaleza irrepetible, la “fusión más completa”, como el mismo decía, con su auditorio.

Algunas de las características que hacía en cada momento grande a la figura de Azaña como orador las destacó un adversario político como Miguel Maura: “afirmaciones incisivas e hirientes, dialéctica demoledora y fascinante, capacidad para convencer, subyugar y arrastrar a las masas”; y uno de sus primeros estudiosos, Frank Sedwick, llamó hace años la atención sobre su lógica irrefutable, su rico y exacto vocabulario , la originalidad y profundidad de su pensamiento, la hondura de su perspectiva histórica, la perfección sintáctica de sus largas y perfectamente equilibradas frases. Pero verdaderamente importante es que en su palabra públicos formados por personas de muy diferente extracción social y diversas ideologías y expectativas políticas encontraban de pronto una especie de esclarecimiento de la razón que, en un clima de alta emoción, indicaba una salida política a una cuestión vital, embrollada en previos debates, que repentinamente quedaba iluminada por una inmersión en la tradición de la que se abría un camino hacia el futuro.

Mirar atrás para proponer un arriesgado salto adelante: ahí radica una de las claves de los discursos de Azaña, de la fuerza de su evocación como de la firmeza de su propuesta, porque en esa mirada al pasado rescataba la memoria colectiva de su público para argumentar que lo nuevo que él venía a proponer, la fórmula que sometía al juicio de todos, realizaba plenamente lo que se encontraba ya como anuncio o germen en la tradición, y que él poseía la energía suficiente y la necesaria combatividad para llevarla a cabo. Y será precisamente cuando consiga evocar con vivas palabras y con un profundo sentimiento la tradición, para sacar la razón política e histórica de su necesaria reforma o corrección, cuando alcance ese momento único, irrepetible del gran discurso, porque es entonces cuando propone la formula capaz de desbloquear una enrevesada cuestión política y seguir adelante, cuando transmite la seguridad de que es posible hacerlo y comunica a su auditorio la firmeza para acometer la empresa.

Sus discursos políticos están embebidos de historia, con el propósito, desde luego, de comprender la situación actual, pero especialmente de actuar sobre ella. Trátese de la necesidad de una alianza entre la clase obrera organizada y las clases medias para derrocar a la monarquía, del lugar de la Iglesia en la sociedad española y de sus relaciones con el Estado, de la reforma agraria, de la constitución interna del Estado español, de la autonomía de sus regiones o de la política militar, Azaña no dará un paso adelante sin proponer antes a sus oyentes no ya el marco histórico en que se ha desarrollado la acción política, sino la razón histórica para que sea esa la que él propone y no otra la política a desarrollar. En toda propuesta de acción política hay por tanto una apelación a la Historia con el propósito de situar a sus auditorios en la percepción de la comunidad histórica, de la duración, que se propone corregir por el sentimiento de justicia.

Azaña pretende en sus discursos hacer visible la política republicana como un intento, según dijo en una ocasión en Valencia en 1932, de “renovar la historia de España, sobre la base nacional de España, obstruida, maltratada desde hace siglos”.

Otra característica de su oratoria fue señalada acertadamente por Aldo Garosci: Azaña llevó a su obra de reforma política el ímpetu y la intransigencia de un moralista revolucionario, de un adversario inflexible de la pequeña y mezquina vida de la política tradicional, del caciquismo, de las componendas y los cambalaches.

En definitiva, no solo hablamos del mejor orador que ha dado la historia de nuestro país, sino también de un hombre íntegro y extraordinario que entendía que el patriotismo, el amor al país, no era amar una bandera, ni un himno, ni consistía en una emoción especial al ver el mapa español pintado en una pared, no era amar una entelequia, sino, como el mismo expresó en un discurso, ser consciente, saber por conocimiento propio, por experiencia propia, que eso que se llama el país es un conglomerado de millones de seres con nombre y apellido, con pasiones y necesidades, que sufren, que padecen injusticias, que padecen necesidad, que tienen más o menos despiertas o analizadas las mismas aspiraciones, los mismos deseos y las mismas ambiciones que nosotros los que estamos en otra situación y que por amor a ellos y cumpliendo un deber es como hay que ponerse a liberarlos, a emanciparlos y a subirlos a la condición superior humana.

Su tragedia es la tragedia de la República y la tragedia de España, en sus memorias diría: “He tratado de gobernar mi país con razones y con votos y me han respondido con calumnias y fusiles”.