Vida y muerte de un testigo del siglo XX

Luis Sala
A diferencia de sus hermanos José (fotógrafo, aviador y empresario) y Antonio (pintor), Fernando Ortiz Echagüe sigue siendo un gran desconocido para el público español. Y ello a pesar de que fue un grandísimo periodista y, en palabras de José Claudio Escribano, subdirector del diario La Nación, “el mejor corresponsal del periódico argentino en su historia de casi un siglo y medio”, por delante de nombres tan ilustres como Emilio Castelar o José Martí.

Fernando era el sexto hijo del matrimonio formado por Antonio Ortiz Puertas, ingeniero militar andaluz, y la vitoriana Dolores Echagüe Santoyo. Su madre era hermana del general Francisco Echagüe, pionero de la aviación militar en España y ayudante de campo de Alfonso XIII. Siguiendo los destinos del padre, la familia vivió en Guadalajara y Logroño, hasta que se instaló de forma definitiva en San Sebastián, en un piso de la calle Miracruz. En la capital donostiarra asistió Fernando a clases en el Liceo francés. Quiso cultivar la vena artística de sus hermanos mayores y dedicarse al teatro, pero sus padres se encargaron de frustrar aquellos planes enviándole a estudiar primero a Londres y luego a París.

Su vida, no obstante, siempre tuvo algo de teatral. Optimista y risueño, el novelista Manuel Gálvez le recordaba como un escritor “excelente” y uno de los más graciosos que había conocido. Con apenas 17 años, “mucho apetito y poco sueldo”, llegó a Buenos Aires. Allí trabajó brevemente en el Banco Basko-Asturiano del Plata, pero enseguida se vinculó a los ambientes culturales de la capital argentina, trabando amistad con damas como Victoria Ocampo o Bebé Sansinena. En la redacción del diario La Nación fue primero cronista destacado ante el Ministerio de Agricultura y luego traductor de noticias internacionales.

En 1918, convertido ya en “el gentleman del periodismo porteño” y en “una de las mentes más lúcidas del país”, en palabras de la historiadora Marta Campomar, su periódico le envió a Europa como corresponsal. Fue el único periodista de habla española que asistió a bordo del acorazado inglés Agincourt a la rendición de la escuadra alemana en el estuario de Edimburgo.

Vivió en París veintidós años, hasta 1940, la gran época del diario y de la Argentina. Con diez centavos de peso se compraba un franco francés. Gestionó la colaboración en exclusiva para La Nación de firmas tan prestigiosas como la del expresidente francés Poincaré, José Ortega y Gasset, Pío Baroja o el doctor Marañón.

Testigo directo de los trágicos sucesos que tuvieron lugar en la Europa de entreguerras, viajó por todo el continente. Por supuesto, a España, cuya suerte le preocupó en todo momento. También a Polonia, Italia, Alemania y África. Fruto de estos viajes en los inicios de la aviación comercial, publicó dos libros de crónicas: Al Senegal en aeroplano (Madrid, 1927) y Pasajeros, correspondencia y carga (Buenos Aires, 1928), con prólogo de Luis Araquistain.

En 1931 saludó la proclamación de la Segunda República como una etapa de “renovación y esperanza” en la que, por fin, España escucharía la voz de sus intelectuales. El desprecio de la inteligencia –título que dio a uno de sus artículos- y los cambios sociales, especialmente el nuevo papel de la mujer que ya no se resignaba a vivir sometida a los dictados del clero católico, eran, a su juicio, las razones que explicaban el fin de la monarquía alfonsina.

También contó en directo el ascenso de los nazis al poder, viajó a bordo del Hindenburg en la primera travesía que el dirigible gigante alemán realizó en abril de 1936 y estuvo en Berlín en septiembre de 1937, en el gran mitin en el que Hitler y Mussolini sellaron su entente ante un millón de personas reunidas en el Campo de Mayo. El fantasma de la guerra se cernía sobre Europa y Ortiz Echagüe estaba allí para contarlo.

Con motivo de sus 25 años en la profesión, el escritor uruguayo Enrique Amorim le bautizó como “singular historiador del minuto” en un elogioso reportaje para la revista Caras y caretas. “Los grandes hombres de Europa hallaron, en la simpatía vital de Ortiz Echagüe, al periodista de confianza. Desde su mirador de París jamás se equivocó en un juicio y supo siempre enviar a cada país la noticia que podía dar optimismo, el cable capaz de producir reacciones favorables”.

Tras la ocupación alemana de Francia, Fernando acompañó al Gobierno francés hasta Vichy y a finales de noviembre de 1940 se embarcó en Estoril rumbo a Estados Unidos. Allí dirigió la corresponsalía de La Nación en Nueva York y se hizo imprescindible en los círculos diplomáticos de Washington. Era miembro del Club de la Prensa y de la Asociación de Corresponsales de la Prensa Extranjera. Su extraña muerte en París, durante una corta estancia en Francia en el verano de 1946, dejó a ambos lados del Atlántico una sensación de incredulidad.

¿Suicidio, accidente o asesinato?

Setenta años después, su muerte sigue rodeada de misterio. Según la versión oficial, se precipitó al patio desde la ventana de su habitación en el sexto piso del hotel Lancaster de París la noche del 9 de julio de 1946. Las autoridades francesas calificaron el suceso como un suicidio. “Es la única hipótesis admisible”, declaró el comisario Jean Beauclou, responsable de la investigación. El difunto tenía 54 años. Dejaba esposa y una hija de corta edad.

Tres días después, sin embargo, Encarnación Ortiz Echagüe contó al diario Abc que su hermano no tenía ningún motivo para suicidarse. Planeaba reunirse muy pronto con ella y su familia en Anglet, cerca de Biarritz. El periodista había comprado allí un precioso caserío con jardín, Villa Jouarame, en el que pensaba retirarse a descansar después de una intensa vida dedicada al periodismo. “Las amenazas de muerte que pesaban sobre Fernando se cumplieron –denunció su hermana-. Él no se suicidó. Lo asesinaron los comunistas, que no le dejaban en paz”.

William Remon, abogado y amigo del fallecido, dio a la agencia United Press otra versión de lo que pudo ocurrir. A su juicio, la muerte de Fernando no era un suicidio sino un accidente de sonambulismo, producido por los medicamentos que tomaba para conciliar el sueño. Según Remon, la misma noche de su muerte Ortiz Echagüe le habló del viaje en avión que proyectaba hacer a Nueva York. También le dio instrucciones para que comunicara al inquilino de su casa del País Vasco francés que debía abandonarla a fin de año, pues tenía el propósito de que su esposa y su hija se instalaran allí de forma permanente.

Remon, que entró en la habitación del hotel al mismo tiempo que la Policía parisina, fue testigo de que todo en ella estaba en orden. Los pantalones plegados en el galán y sobre la mesilla el reloj de pulsera, el llavero y algunas monedas. También un tubo con somníferos de marca inglesa. La autopsia no detectó en el cadáver signos de violencia, más allá de la herida mortal en la cabeza producida por el impacto contra el suelo.

En 1985 se presentó en la redacción de La Nación una mujer alta, elegante, de unos cuarenta años. Era Dolores, la única hija que Fernando tuvo con su esposa Micky Burton. Pidió revisar el archivo del diario en busca de pruebas. Sospechaba que a su padre le defenestraron los alemanes porque “sabía demasiado”.

Según contó, su padre tenía constancia de la implicación personal de Perón y de personas de su familia en la huida a la Argentina de destacados criminales nazis. Esto le había convertido en un peligro para el régimen peronista y decidieron silenciarlo. La única prueba que Dolores aportaba a su relato era un telegrama que Ortiz Echagüe recibió en Washington antes de viajar a Europa. “Gente amiga” le advertía desde Buenos Aires de que no regresara a París porque allí su vida corría peligro.

El Diario Vasco, 18 de julio 2016
 
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