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La conversación que a continuación se transcribe tuvo lugar en Madrid, el día 2 de abril de 2004. En ella la escritora, asustada por la reciente e inesperada muerte de su abuela paterna, dialoga con su abuela materna, diagnosticada como enferma de esquizofrenia desde la adolescencia.

La escritora no quiso perderse otra vez lo que por indolencia o por descuido se había perdido de su adorada abuela paterna: el testimonio de unos recuerdos poco compartidos y ya extinguidos.

Con la abuela que le quedaba, la materna, a consecuencia de su inestable enfermedad, jamás había intercambiado más de dos líneas seguidas.

Escritora: A ver, abuela, yo quiero que me cuentes cómo era tu infancia, dónde vivías, y todo eso.

Abuela: ¿Para dónde hablo? ¿Para el chisme este?

Escritora: Sí, es una grabadora. Tú haz como si no estuviera, yo la sostengo cerca de tu boca.

Abuela: Bueno, sí. ¿Y qué quieres que diga?

Escritora: Que cómo vivías cuando eras pequeña

Abuela: Pues… cuidaba de mis hermanas, y hacía las cosas.

Escritora: ¿Cuántas hermanas tenías?

Abuela: Pues hemos sido cinco, y los dos chicos del final.

Escritora: Siete.

Abuela: Todas se murieron en la guerra. Sólo quedamos vivos yo y Marianillo. Y Nino, que nació después. Después de morir mi padre.

Escritora: Vaya…

Abuela: Siete meses después.

Escritora: ¿Y tu padre, cómo se llamaba?

Abuela: Domingo, y mi madre, Feliciana.

Escritora: Y tú cuidabas de tus hermanas, claro. Erais muchas.

Abuela: Yo hacía las cosas…, fregaba, y la comida la hacíamos entre mi madre y yo. A medias. O sea, que yo ayudaba mucho.

Escritora: ¿Desde muy pequeñita?

Abuela: Pues sí. Por eso digo yo…, el día que acabó la guerra, me pesaron y yo pesaba veintisiete kilos. Sería un esqueleto, ¿no?

Escritora: ¿Cuántos años…?

Abuela: Pero tenías que ver cómo cogía hasta dos cántaros de agua, ¿sabes lo que son, no? Bien grandes. Uno en la cadera y otro en la mano. ¡Jijijí! Y luego sacaron un cantar que digo yo si lo hicieron por mí:

Muchacha que tú no puedes
con esa cántara de agua,
déjame que yo te ayude a llevarla,
que tú no puedes…

Y aquí en la cadera. ¡Jajajá!... Ahora, en buenas horas me pongo yo aquí un cántaro en la cadera. Las costumbres. En otros sitios los llevan en la cabeza, ¿no?

Escritora: Tu padre, durante la guerra, ¿trabajaba?

Abuela: Sí, estuvo en una comandancia militar, en el Paseo de la Castellana. Y también estuvo en el frente. En Buitrago.

Escritora: ¿En Buitrago estuvo tu padre?

Abuela: ¿Dónde está Buitrago? No me acuerdo.

Escritora: Por la carretera de Burgos. Y ¿era de los republicanos tu padre?

Abuela: Claro, España, antes de la guerra…, éramos República. Vivíamos en Las Navas, y con la guerra, mi padre nos trajo a todos a Madrid.

Escritora: O sea, que fue en la guerra cuando os vinisteis a Madrid.

Abuela: A ver, no había otro remedio. Nos vinimos para Madrid, a una casa en Bárbara de Braganza, donde había estado sirviendo mi tía María, que era la hermana de mi padre. Y mi balcón daba a la esquina de la calle Tamayo. Y un obús se llevó el balcón de mi habitación y me dejó colgada, en la cama, como estaba. ¡Jijijí! ¡Jijijí! Se cayó el balcón de plano a la acera, y me veían en la cama desde el piso de enfrente. El balcón se arrancó a ras del quicio, el quicio se veía muy bien, todo de hierro.

Escritora: ¿Y a ti no te pasó nada?

Abuela: Nada, nada. En la cama seguí. Sin moverme; tenía reuma. Luego ya me sacaron en volandas… ¡Jajajá! El balcón aplastó todo lo que pilló debajo, todo aplastado en la acera, pero yo estaba arriba.

Escritora: Qué susto, ¿no? ¿Y cómo es que no te bajaron a un refugio? ¿No tocaron a tiempo las sirenas?

Abuela: ¡Jijijí! En la guerra se pasa muy mal, Dios nos libre, porque estás tan tranquila, y empiezan las sirenas a sonar, y ya tienes la bomba, y los obuses, encima. Y todos al refugio, por debajo del ascensor había una escalerita, que es donde vivían los porteros. “La cueva”, le decían. ¡Jijijí!

Escritora: Oye, abuela, entonces estuviste toda la guerra en el piso este de Bárbara de Braganza, ¿qué numero era, te acuerdas?

Abuela: El ocho. El segundo derecha. Era la casa del general Mangada. Había un cuadro, una pintura con él, vestido de militar. Se lo requisó la República porque era de los franquistas, “de los traidores”, que decía mi padre. Su cuadro estaba en la habitación más grande, la de la tía Marta, que se casó, pero luego, del frente le devolvieron las cartas. “Desaparecido el marido”, y eso. Le dio un ataque de risa, también.

Escritora: ¿… cuando se murió el marido?

Abuela: Sí. Que no podía llorar, decía ella, siempre. Y empezó a reírse, a reírse, y tuvieron que ir a una clínica que había en la calle Tamayo, al lado del teatro. Y subieron a verla.

Escritora: Pobrecita.

Abuela: Empezó a reírse. “jajajá-jajajá”, “jijijí-jijijí”… Y llorar, siempre dijo ella que no podía llorar. Eso me pasa a mí, que no puedo llorar, aunque quiera.

Escritora: Llorar puede ser una cosa difícil. Es curioso porque te dejaría muy a gusto, pero no puedes hacerlo, ¿no, abuela?

Abuela: ¡Sí, eso decía ella! “Lloráis y hasta os ahogáis. Pero yo no puedo desahogarme”. Sería verdad.

Escritora: Y entonces vivíais muchísimos en esta casa.

Abuela: Pues había evacuados…, nosotros fuimos ocho personas; dos de la CNT; el matarife y su familia, cuatro; el tío Benito y la tía María eran dos; la señora Manuela, la llamaban, y su hija la Manolita y los demás eran seis. Y luego ésos se fueron de la casa y se pasó a su habitación el tío mellizo.

Escritora: Cinco familias de evacuados. ¿Y cuántas habitaciones tenía la casa?

Abuela: Pues cada familia, su habitación. Había un cuarto de baño…, tres váteres había: uno en la cocina, otro… estaba el cuarto de baño y al lado estaba el otro. Son casas muy bonitas, muy grandes, claro. Estaban los del hospital del Niño Jesús en el primero, la hija era una amiga mía, la Taqui, la llamaban: Joaquina.

Escritora: ¿Era de tu edad?

Abuela: Tenía un año menos, me parece. Todo el día se lo pasaba con las cinco: conmigo y con mis hermanas. ¡Jajajá! Sus hermanos eran ya mayores, uno capitán y otro comandante. El padre era del hospital del Niño Jesús: don Jesús Velasco… Jesús Velasco Hijares o Pajares. Médicos los tres.

Escritora: ¿Y el tío Mellizo era tío tuyo?

Abuela: Era el marido de la tía Gregoria, hermano de mi madre. Silverio se llamaba.

Escritora: Y luego había otro mellizo.

Abuela: Había melliza, claro, que era la hermana mayor: Florentina.

Escritora: Ah, pues mi madre me había contado que el mellizo era hermano de otro que se había muerto.

Abuela: No, no. Los mellizos eran la Florentina y el Silverio.

Escritora: O sea, que yo lo mismo podría tener mellizos.

Abuela: Claro. Mis hermanas Basi y Joaquina eran mellizas. Y el hijo de mi hermano Nino ha tenido mellizos. Está en Valencia…, como hace tantos años que no le vemos.

Escritora: Y ¿qué edad tenías cuando acabó la guerra?

Abuela: El año en que acabó la guerra, que fue en…, ¿En qué año fue? En septiembre hacía yo catorce años. El tres de septiembre. Me pesaron y yo pesaba veintisiete kilos.

Escritora: ¡Ahora lo entiendo! ¡Con catorce años! ¡Qué horror!

Abuela: ¿Cuánto pesas tú? Porque yo era como tú de alta.

Escritora: ¡Ya eras como yo de alta! Pues yo peso como cincuenta y dos. ¡Compara!

Abuela: Pues eso…, que me creía yo alta, pero fíjate tú lo que pesaba.

Escritora: Y durante la guerra, ¿qué comíais?

Abuela: Pues… Lentejas con bichos nos daban. Todo racionado. Poco pan. Había poco que comer. El caso es que había poco que comer, pero vendían pipas, vendían palulús, vendían chufas… Vendían caramelos también, que todo es comida.

Escritora: Sí, claro…

Abuela: Mi madre madrugaba mucho e iba a las colas. Melones y naranjas, y eso, no nos faltaban. Y en algunos sitios, ella se enteraba, “en tal sitio dan bistecs”, que son filetes, que los llamaban así, e iba y traía. Y también había un matarife en el piso de arriba, y nos daba de vez en cuando un kilo de carne… Venían también con una caja de jureles, chicharrillos, sardinas… Qué colas se formaban. ¡Jajajá! Bajábamos con un plato, y a kilo por persona, hasta donde llegaba.

Escritora: Está bien, a kilo por persona, está bien.

Abuela: Y por allí también estaba eso de… lo de la infancia, que daban a los niños leche en polvo y leche condensada. Le daban a mi madre para Marianillo, madrugaba para cogerla.

Escritora: ¿Pero Marianillo no nació después de morir tu padre?

Abuela: Marianillo, el día que acabó la guerra, tenía tres años: le bautizamos antes de irse mi padre a Las Navas.

Escritora: Cuando tu padre murió estaba embarazada tu madre, ¿no?

Abuela: De Nino.

Escritora: Ah, de Nino.

Abuela: Y así la pasamos, la guerra.

Escritora: Oye, ¿y a qué jugabais durante la guerra?

Abuela: A la comba, los doles, oh… pan y tocino, Y yo… qué bien se me daba todo, oye. Y el diábolo, ¡ay, madre!, lo tirábamos muy alto, ya de noche, en la plaza de las Salesas, y siempre caía en la puerta. ¡Jajajá! Y al rescatado, que se queda una, así se esconde los ojos, y deja una piedra, y va a buscar a los otros, y ni tardando, y coge la piedra y dice: “¡Rescatao!” ¡Jajajá!, y otro se queda otra vez. Y a la china, que se hace una ruleta, y con la pata coja se va dando a la china sin que caiga en la raya.

Escritora: Sí, yo he jugado a eso de pequeña.

Abuela: Sí, también has jugado, claro. Siempre son las mismas cosas. Jugábamos por donde está el Museo de Cera y por detrás, que está justo el Palacio de Justicia y está Bárbara de Braganza por medio, donde empieza…, ¿cómo se llama esta calle?... Marqués de la Ensenada. Ya no me acuerdo, claro, pero por allí siempre estábamos en las escaleras de la Embajada francesa, y estaba todo lleno de tropa. ¡Jajajá! Y se me daba muy bien todo. Pero luego como hizo tanto calor me dijo la Taqui, que su padre era médico, que vivía en el primero, dijo: “Hale, voy a llenar la bañera y me voy a meter en ella, con el agua fría”. ¡Jijijí! Y voy yo y digo: “Pues lo voy a hacer yo también”. ¡Cogí un reuma!

Escritora: ¡Jajajá! ¡Con agua fría! ¡Jajajá!

Abuela: Tres meses estuve en la cama.

Escritora: ¡Jajajá! ¡Jajajá!

Abuela: La tía María me ponía el orinal para orinar. ¡Tres meses! Las sentía jugar a mis cuatro hermanas y a la Taqui… Debajo de mi balcón, que se quedaban abajo para entretenerme y que yo las oyera.

Escritora: Y tú no podías bajar.

Abuela: Cantaba sola, en la habitación, los cantares que les oía cantar a ellas: “Estaba el señor don Gato”, y esas cosas, “Ratón que te pilla el gato”… Y un día llegó un obús, y se quedaron en la acera para seguir jugando.

Escritora: ¿Y por qué?

Abuela: ¿Qué se yo? Y venga a llamarlas a las niñas, don Jesús y mi madre: “¡A la cueva! ¡A la cueva!”, bajaban corriendo, y ellas, cabezonas, jugando en la acera. Y yo… no podía moverme de la cama. Y las oía, y cantaba también desde arriba:

Qué tontas son las mujeres,
que se asustan de un ratón

Escritora: ¿Y cómo sigue la canción?

Abuela: El reuma, fíjate tú si no llega a ser por el reuma… ¡Jajajá-jajajá! ¡Jijijí-jijijí!

Escritora: Bueno, abuela… Y cuando terminó la guerra, ¿tú estabas todavía en Madrid?

Abuela: Sí, claro. ¡Uuhhh! Salíamos a la calle, y no podíamos volver a casa. Porque empezaron a tiros por las calles. A mi madre le pillo por la calle Barquillo, con Marianillo a cuestas, que él cuando acabó la guerra tenía tres años. Así echado le llevaba a su espalda. Y yo sola en el portal: los comunistas y los socialistas. Empezaron a tiros por las calles…

Escritora: ¿Entre sí? ¿¡Unos contra otros!?

Abuela: Sí… Ya ves. Los socialistas y los comunistas, que es el mismo gremio, ¿no?

Escritora: Sí, ¡jajajá!

Abuela: Y ya de repente, pues… estaba nublado, y se oyó el “¡Viva Franco!”, que había entrado Franco, y decían todas las mujeres de la calle Tamayo: “¡Mirad! ¡Hasta el sol a salido!”, pero estaba nublado, aunque bueno, cada persona ya sabes…, aunque fuera mentira: porque estaba nublado. Y luego venga a desfilar por la Castellana, que le cambiaron el nombre y la llamaron del Generalísimo, y cantaban… A ver: era un desfile, yo creo que era el día que terminó la guerra:

Y si no se le quitan bailando
los dolores a la Pasionaria,
y si no se le quitan bailando
déjala que se joda y se muera.

Y son, y son unos fanfarrones
que cuando van por la calle,
van robando corazones.

Me acuerdo de eso y lo escuchaba desde bien lejos. Mira que había coplas en la guerra. Y venga a desfilar, que por eso hacían el desfile de… su victoria. Desde la azotea lo veíamos mi padre y yo.

Escritora: ¿Y tu padre no tuvo problemas después de la guerra, por haber sido de los republicanos?
Abuela: Mi padre, el día 26 de julio, murió. El día 25 por la mañana me dijo mi madre que mi padre se había ido a Las Navas bien temprano con la tía María. Y al día siguiente me dijo que se habían muerto.

Escritora: ¿Y los mataron así? ¿Después de haber sobrevivido a la guerra?
Abuela: Pues eso digo yo, que estando vivos y sanos… Ya es mala suerte.
Escritora: ¿Y hasta cuándo os quedasteis en el piso?
Abuela: Después que acabó la guerra nos desalojaron, y estuvimos en la calle Lineo, cerca del río Manzanares. Allí nos pusimos en una casa en ruinas, de momento, hasta que mi padre pensase qué hacíamos. Pero como de pronto se murió, me puso mi madre a servir a señores de la Falange, hasta que conocí a tu abuelo. ¡Jijijí-jijijí! Sí…, cuánto se rueda.

Escritora: Y entonces, ¿cuánto tiempo estuviste en la calle Lineo?

Abuela: Era una casa rota por la guerra, las escaleras estaban rotas… Pero allí estábamos con otras familias, poníamos lumbre con leña que cogía yo, traía cántaros de agua… Y en el solar de al lado iba Franco con más soldados, a una casa que había destruida, y pegaban tiros, para entrenarse, o lo que fuera. Tiros vienen y tiros van.

Escritora: Los oías.

Abuela: Los veía.

Escritora: ¿Y practicaban puntería?

Abuela: A veces llevaban a los republicanos que cogían, para disparar contra algo. El fin de la guerra. Pero mi padre se marchó a Las Navas con su hermana, me dijo mi madre.

Escritora: Bueno, abuela, me voy a tener que ir marchando. Otro día charlamos un poco más, y me cuentas.

Abuela: Como quieras, hija.

Escritora: Espera, abuela: no me has terminado de cantar la canción esa del ratón y las mujeres…

Abuela: ¿Cuál?

Escritora: La que cantabas cuando te cayó el obús encima.

Abuela: No, a mí no me cayó encima. Fue a ellas. ¡Jajajá! Yo estaba arriba. ¡Jijijí!

Escritora: Cántamela, ¿o no te acuerdas?

Abuela:

Qué tontas son las mujeres
que se asustan de un ratón

Escritora: ¿Y cómo sigue?

Abuela: A mí no me daba miedo de los ratones, a mis cuatro hermanas y a la Taqui tenías que verlas cómo corrían en cuanto veían uno asomar. Y había muchos en la guerra. Ahora no se ven por la calle.

Escritora: Bueno, abuela, un beso. Ya seguimos otro día.

Un año más tarde, en la cena que se celebró en homenaje a la Segunda República el 14 de abril de 2005 en el hotel Rafael Atocha, mientras esperaba en la cola del guardarropa, la escritora escuchó a un grupo de cinco ancianas canturrear muertas de risa la siguiente canción, pero no se atrevió a acercarse a charlar con ellas, ni a preguntarles cuándo ni con quién la habían aprendido:

Qué tontas son las mujeres,
que se asustan de un ratón
y no se asustan de Franco
que es el animal mayor.

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Este relato se publicó por primera vez en Rojo, amarillo, morado. Cuentos republicanos, una colección de ficciones breves publicada en 2006 por la editorial Martínez Roca y la fundación Domingo Malagón. La dirección y la edición del libro corrieron a cargo de las escritoras Lucía Etxebarria y Marta Sanz, respectivamente.